Notas de Campo #3: “Volví a bañarme en ríos Coca-Cola”

Los viajes familiares siempre empezaban de noche. Los hacíamos en nuestra samurái beige que duró hasta que se vendió cuando dejamos el país. En ella, el trayecto empezaba con la comodidad de un hotel: en la oscuridad de la madrugada, con un aire acondicionado que sí enfriaba y música a bajo volumen. Esto cambiaba al salir el sol, el aire se hacía más espeso y el carro bailaba al ritmo de los huecos de la carretera que se hacían más grandes a medida que nos alejábamos de la capital.

El camino era uno solo. No habían paradas, excepto las estrictamente necesarias. Entre la tortilla de papa de mi madre, y la selección musical de mi padre, no hacía falta nada más.

En la parte de atrás, el territorio se disputaba aguerridamente. Defender la mayor cantidad de espacio posible se creía garantía de mayor comodidad. Con frecuencia, mi hermana y yo nos acostábamos boca arriba con los pies en las ventanas y batallábamos como cabras, presionando nuestros cráneos para ver quien resistía más tiempo y más dolor, luchando por milímetros de asiento.

No recuerdo cuántas oportunidades tuve de viajar al estado Bolívar. Pero sé perfectamente que bastó con la primera visita para reconocer que mi interpretación del paraíso en la tierra se encontraba allí. En ese macizo guayanés. En esas piedras convertidas en horizonte. En esa riqueza transformadas en artesanías. En esos paisajes mitológicos y fantásticos.

No creo en Dios, porque creo en el salto Aponwao. En el río Villacoa. En La Llovizna. En San Francisco de Yuruaní. En las isletas de salto Caripo. En el Roraima.

Por varios años el Ecomuseo del Caroní, en Puerto Ordaz, era mi patio de juego por 3 días, lo que duraba la exposición de orquídeas a la que mi papá nos llevaba siempre que podía. Visitar ese sitio era vivir una ficción. Un templo rodeado de agua al que llegábamos por una carretera que a un lado tenía las compuertas de una represa y en la otra el rocío de la fuerza del agua.

Desde pequeño, sabía que el tiempo transitado de viaje para llegar hasta ese paisaje, era una inversión que valía la pena. Yo admiraba profundamente esa geografía y sentía respeto por esa cultura material. La sentía, la habitaba y la disfrutaba.

Me desconcertaba el espacio construido que en su modesta proporción le hacía justicia al talante de la naturaleza que la rodeaba.

El calor no era nada comparado con la impresión de ver las estructuras de hormigón que sostenían a un río entero como el Caroní. Pocas cosas son tan hipnotizantes como ver los remolinos que brotan como burbujas de ese caudaloso río.

A decir verdad, siempre he disfrutado mucho más un río, que la playa. Y estoy seguro de que es por la fascinación que me causaba de niño bañarme en aguas del color de la Coca-Cola. Negros en la profundidad. Marrones amarillentos en la orilla. Fríos y sanadores. Peligrosos pero relajantes.

El auténtico goce de esos viajes familiares era el afán de mis padres por complacerme con el mantra: cuanto charco veamos, allí nos bañamos. Y así hacíamos. Además, los ríos traen un sancocho de bajo del brazo.

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Mi felicidad se ha depositado en muchos sitios, pero el sur del Orinoco abarca grandes superficies en mi memoria. Por eso me duele tanto su presente y su futuro.

La antropología explica que el territorio, no es un espacio adscrito a un grupo. Defiende que se trata más bien, de la relevancia que adquieren aquellos vínculos sociales construidos en el espacio. Por eso el territorio trata inevitablemente de relaciones, de códigos, de emociones, de imaginarios, de memorias, de identidades y de conflictos.

La familia de mi madrina se mudó al estado Bolívar cuando yo estaba muy pequeño. Esto estimuló la idea de invertir tiempo en carretera para dar continuidad esos territorios afectivos.

De Caracas a Cabruta. Chalana. De Caicara del Orinoco hasta Los Pijiguaos.

Siempre que podíamos, íbamos. Pero la frecuencia aumentó cuando mi tío decidió tener un fundo. Se llama como el santo del papá de mi madrina y quien era mi abuelo: San Rafael.

Estando allí, se podía morir el papa y no se movía ni una brizna de paja. Las veces que celebramos el año nuevo allá, nos abrazamos a destiempo, en otro huso horario. Aislados en nuestra compañía, no necesitábamos de nada más. Por eso el fundo era la peor pesadilla de los enamorados. La señal de teléfono, Movilnet la racionaba en un árbol a orilla de carretera que estaba tan apartado que teníamos que ir en carro.

La felicidad consistía en dormir achinchorrao (con mosquitero). No cepillarme los dientes. Hacer dos comidas fuertes al día. Tomar BigCola. Bañarme en el río tres veces al día. Caminar la sabana con el reflejo de las estrellas.

Cuando se iba la luz, se prendía la planta. Las tertulias y las anécdotas requerían risas con contacto visual. Y es que en ese lugar mágico se dejaban afloraban las confesiones de quienes gozaban la fama de ser los más comedidos y discretos. Allí, justo antes de morir picada por el paludismo, mi abuela sacó a relucir todos los juicios de valor que en algún momento sostuvo contra todos sus yernos, entre ellos mi papá y el dueño del fundo. Pocas veces nos reímos tanto en familia.

Bajo la luz ruidosa de una planta de gasoil, gocé esa visita desde las entrañas, sin saber que sería la última.

Para mí ese territorio es y será infinito. El del recuerdo. El de las risas. El del aquí y el ahora. El de los ríos que reconfortan. Por eso jamás procuré pensar que en el plano de lo real sería agotable.

En una ocasión, de uno de nuestros viajes, mi tío compartió una reflexión. Mi indiferencia de ese momento no pudo debilitar la potencia de lo enunciado y que ha logrado mantener en la conciencia este recuerdo. Disminuyéndolo esperando que no fuera premonitorio.

Hacíamos un círculo entre nosotros mientras nos bañábamos en un pozo del río Villacoa. Mi tío recién se había enterado de que su hija mayor tenía planes de migrar a España, en una época cuando todavía nos sorprendía la fuga. Le dolía saber que sería abuelo por Skype y que su hija había dejado de encontrar en su país la felicidad. Más aún parecía afligirle la latente amenaza de que él podría encontrar ese mismo destino. Agachó su cuerpo, hizo de su mano un bulldozer con la que arañó el fondo del río y subió su mano hasta la superficie para que pudiéramos observar bajo la luz del sol, ese montoncito negro, arenoso, pesado. Allí dijo: “mi felicidad aquí es finita: esto es coltán”.

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Cuando mi primo me vino a buscar al aeropuerto de Maiquetía, me hizo saber que gozaba la dicha de ser su propio jefe, y que por lo tanto si quería viajar, solamente tenía que decirle a dónde.

Yo siempre mantuve firme la idea de ir en semana santa a Los Pijiguaos. A pesar de saber que ese lugar ya no existe, igual insistí con el proyecto. Nunca me dijeron que no, pero tampoco se mostró entusiasmo con la idea.

Entendí por lo dicho y sobre todo por lo omitido, que son muchos los motivos que marcan negativo el balance de la inversión del viaje, teniendo a Los Pijiguaos de hoy, como destino.

“No tenemos casa porque no sabemos en qué condiciones está. No hay aire acondicionado. Vamos a pasar roncha. Ya el fundo no está, lo desvalijaron. No hay gasolina”.

Pero en realidad son las ausencias. Es la rabia. Es el saqueo. Son las frustraciones. Son las injusticias. Es lo incómodo de la realidad. Es el matraqueo. Son los asesinatos. Es la guerrilla. Es la Guardia Nacional. Es el hambre. Son los proyectos de vida destruidos. Es el vecino en que ya no se puede confiar. Es el hastío. Es la frustración. Es la tristeza.

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Salimos a Pto Ordaz el miércoles santo y regresamos un domingo de resurrección.

De Caracas hasta nuestro destino trascurrieron 10 horas y media. Porque sobre la marcha desayunamos empanadas y almorzamos carne en vara y cachapas con queso de mano. Una versión distinta de lo que conozco como viajes familiares. Además, yo iba en el asiento del medio. Evitando que las pequeñas cabras con quien compartía espacio lucharan entre sí.

Vivimos por 4 noches y 3 días con una familia, a quienes mi primo y su esposa conocieron en los Pijiguaos y que ahora viven en Pto Ordaz. Gracias a su hospitalidad, fui conociendo sus historias y sus visiones sobre la vida que transitan dando tumbos, pero con una alegría contagiosa.

El viernes santo, se dio el consenso de ir juntos a las playas del Caroní, para aliviar el calor de la sequía. Primero fuimos al mercado y compramos un morocoto de 6 kilos para freírlo con una pizca de sal y acompañarlo con casabe y ensalada rayada.

Pasamos todo el día bajo un caney a orilla de río. Allí volví a sumergirme en aguas color Coca-Cola y con esta acción, conectar con el destello de lo que desde niño me ha hecho tan feliz. Habitando un paisaje que ocupa un claro protagonismo en los imaginarios de mi felicidad.

En mis expectativas de retorno al país, viajar hasta tan lejos aunque sea tres días, fue una ñapa, una alegría. Pero también un momento de reflexión. No tanto por querer encontrarla a donde sea que vaya, sino porque la realidad material de este país no descansa de gritarme al oído todas sus contingencias y sus transformaciones.

Por petición mía, necesitaba ver el Ecomuseo del Caroní. Quería escuchar las fuentes de agua que preceden a la entrada del edificio. Deseaba pasear sus galerías y exposiciones arqueológicas que desde pequeño estimularon mi curiosidad. Pero sobre todo necesitaba dejarme impresionar nuevamente por esa vitrina gigantesca que da hacia las turbinas que exprimen del agua su energía y que se observa desde un mirador ubicado en una tubería de tamaño colosal.

En mi concepción de lo posible, no estaba en la lista la violación de este recuerdo. Bajarme del carro y presenciar el abandono, no estaba contemplado. Siempre digo desde el cinismo, que ya nada nos puede sorprender, pero hay decepciones que desarman la coraza que tenemos cuando hemos hecho cotidiano lo absurdo.

El montecito entre el concreto crecía. Las fuentes de agua estaban verdes. La pared roja tenía sus teselas caídas. Mientras más me acercaba, con más detalle veía hacia dentro las filtraciones, la suciedad y el desdén. Ahora en mi memoria cohabita la incompatibilidad de la ilusión de ese sitio con la ruina. Una triste impronta como cuando vemos en el ataúd a quien alguna vez estuvo lleno de vida. Espacios asfixiados que nos restan ciudad y país.

Nada arruinó mi viaje porque disfruté de mis primitos quienes gracias al viaje empezaron a compartir y crear más vínculos conmigo. Pero no dejaba de preguntarme ¿Por qué estamos aquí y no en otro sitio?

Nosotros y nuestros anfitriones, tomamos el café cada mañana felices, desayunamos nuestras arepas con apetito y disfrutamos de nuestra compañía. No hubo pesimismos ni discursos derrotistas. Pero respirábamos la tensión de quienes traen consigo una decisión arrastrada por las circunstancias más que por las voluntades.

Todos dejaron en Los Pijiguaos unas expectativas que ahora se han reorientado y actualizado. Todos dejaron en Los Pijiguaos unos proyectos de vida confrontados por la ilusión de lo que pudo haber sido y lo que no fue. Todos dejaron en los Pijiguaos un lugar desvalijado entre ellas sus casas y sus paisajes.

“Nosotros, al igual que tú, también somos migrantes. Cualquier sitio es una opción, porque ya nos hemos despojado de lo que allá construimos y nos quitaron”.

La dimensión de lo destruido parece ser inabarcable. No somos historias individuales. Por la profundidad emotiva que esto ocasiona, esta transformación colectiva necesita reflexión. Hay mucho que hacer y discutir para reconstruir(nos).

Nuestros territorios de la memoria.

Nuestros territorios de los imaginarios.

Nuestros territorios de los afectos.

Nuestros territorios de las identidades.

Y nuestros territorios de la ontología.