
¿Con qué rostro miro a los ojos de tanta gente que con modestia y temple me afirman que están cansadas y que no quieren seguir viviendo? ¿Existen palabras apropiadas para ellas? ¿Con qué gesto correspondo acertadamente esta afirmación?
El compromiso y factura emocional de este trabajo de campo es alta y desgasta.
Sabía que sería duro, pero nada me preparó para conocer historias tan específicas, tan lacerantes y al mismo tiempo, tan familiares. Esa realidad que se respira a la nuca, a la vuelta de la esquina.
Vine al país a hacer trabajo de campo etnográfico. Reintroducirme al bucle de la rutina en este trópico, con la ilusión de sentir la vida en este contexto, en esta historia, en esta humedad.
He conversado con miembros de familias venezolanas que viven en España para conocer sus itinerarios migratorios y a través de ellos, seguir el camino de puntos que los conecta con sus familiares mayores que se han quedado en la compañía de su soledad, en Venezuela. Por ellos vine, a conocerlos.
Pensaba que, al volver al país, sería un reto trazar ese puente que me permitiera entrar en sus vidas. Edificar esa confianza. Pero la alegría de ver a un ser, que haya estado tan cerca de sus familiares antes de montarse en el avión, hizo de los protocolos sociales una formalidad innecesaria y cedió la confianza rápidamente.
Quizás por eso me duele tanto las miradas abatidas con las que me relatan la decadencia del final de sus vidas, donde la violencia del entorno pesa más que la calma que anhelan sus voluntades. Saber esta información, este desespero, es una doble carga que me pesa. Primero por ser testigo de la aflicción y por ser el interlocutor de ese mensaje. Segundo, porque ahora soy yo el conocedor de una verdad que sus familiares, en la lejanía física, no pueden palpar. Y tercero, porque no quiero ser el portador de esa información a sus familias en el exterior, especialmente a aquellos que tienen las manos atadas.
** *
Escucha de fondo el silbido de su vecina. Agita las bolsas que indican que algo le lleva. Ella baja las escaleras desde su casa hasta las rejas que dan a la calle para abrir la puerta, saludarla y atender a su llamado. La vecina le entrega las bolsas sin hacer demasiado hincapié lo que allí se contenía.
No es la primera vez que recibe comida por parte de sus conocidos, en forma de sobras, para que pueda alimentar a sus cuatro perros, dos gatos y dos guacharacas.
En una bolsa encuentra arroz y en otra aparte, envuelta en papel cera, hay una cachapa por la mitad. Ella se alegra al ver esa sorpresa y enciende el horno para ponerla a calentar y saborear de ese regalo bien apreciado, inesperado.
Un par de días después, al coincidir en la calle que separa sus hogares, saluda a la vecina y le agradece la comida, haciendo hincapié en lo sabrosa que estuvo la cachapa con queso.
Su vecina tensa la mirada. Disimula su preocupación y abre un poco los ojos, mientras indaga directamente sobre el asunto: ¿Te sientes bien? ¿No te cayó mal la comida después de que comiste eso?
No se entiende muy bien lo que pasa en ese momento, como tampoco el motivo de sus preguntas. Su vecina le explica, que tanto la cachapa, como el arroz, era comida regalada para sus mascotas. La cachapa había pasado varios días sin refrigeración y no era su intención dársela a ella, sino a los perros.
Vuelve a su casa desconcertada. La dignidad resulta escasa después de ese encuentro. La autoestima se fue abajo. Hallarse disfrutando de lo que consideró un pequeño gran placer, la desmoralizó por las condiciones que la forjaron. “No es fácil sentir vergüenza hacia uno mismo”, me dijo. Explica que para ella no es un tema de orgullo: es un tema de hambre, de no saber cómo hacer para no llegar a fin de mes con la barriga tan vacía y que las tripas no señalen de manera tan evidente su vulnerabilidad. Antes de ese encuentro, tenía días comiendo arroz y esa cachapa fue una tregua que terminó por hacerla estallar para ver el reflejo de su fragilidad.
***
Los encuentros con mis informantes son prolongados, preferiblemente les pido que pasemos un día o gran parte del día juntos. Les plateo ser su acompañante de lo que sea que deban desempeñar en sus rutinas. Incluso, si se da el escenario, brindarles una ayuda presencial en lo que sea necesario.
Dar por supuesto lo que implica pasar un día en compañía, ya sea en la calle o en el hogar de la persona, nos sujeta a ambos, a ciertos compromisos sociales que no podemos dar por sentado y que no siempre concientizamos. Tomar agua, ir al baño, alimentarnos, descansar, tener tiempo para pensar. En la soledad, es un acto reflejo. Acompañado, conlleva ciertos acuerdos ya sean tácitos o negociados.
Me sorprende cómo las crisis vividas, moldean y coartan esa capacidad de cuidar al otro. De esas limitaciones también surgen frustraciones, que afloran con las expectativas de querer ser anfitriones y no poder, al menos como alguna vez lo fueron. Ofrecer un vaso de agua fría, un café, una comida, un baño para hacer pipí, puede ser un gran reto para muchas personas. Por eso escuche a muchas personas, decirme cosas como:
“Prefiero que nos veamos en la calle, mi casa no está presentable”
“Disculpa el olor a pipí. No tengo como mandar a arreglar el baño. Tampoco tengo a alguien que pueda venir a ayudarme”
“Tengo unas lentejas con sal. Hasta la cebolla se me hace muy difícil pagarla porque está carísima”.
“Espero que te gusten las caraotas negras porque es lo que tengo”.
“Hoy me toca pasta, como casi todos los días. Es lo que viene en la caja”.
Me preocupo en hacer todo lo posible para no hacer sentir a nadie en deuda frente a estos protocolos que brotan con mi presencia. Planifico cada visita bajo el intento de liberarlas de toda obligación, llevando mi propio termo de agua o mi propia comida. Busco corresponder la buena intención con algún dulce de panadería. Y siempre he procurado, llevarle a cada persona visitada, un paquete de medio kilo de café.
Mi alma se niega a rechazarle un café recién colado a nadie. “Guayoyo y sin azúcar, por favor”. Pero tampoco se me ocurría abusar de la confianza. De este ritual, lo importante es la conversación, el compartir, el conocernos y vincularnos. De esta puesta en escena, nace un momento de libertad compartido. Un espacio de diálogo productivo para aprender del otro y para drenar lo que esté atascado.
La primera vez que fui a casa de un informante y de manera un poco formal, le quise entregar el paquete de café que le había llevado, obtuve como respuesta un no rotundo.
Justo antes de ese instante, me había ofrecido un café el cual yo había aceptado. Me puse de pie y busco en mi bolso el paquete, mientras le pregunto: ¿A usted le gusta el café? Y me responde seriamente: “si, y yo aquí tengo café”. Saco el paquete y se lo entrego. No se inmuta, me da la gracias complementando “no es necesario”.
Yo insistí, pero él insistió aún más.
Me sentí avergonzado por ese cortocircuito. Evalué las intenciones que me motivaron a ofrecer ese “detalle”. Pensé en que fui muy poco casual. Quizás hice de ese instante un acto de entrega de una deuda que el ahora ganaba, una puesta en escena de caridad que el en ningún momento había encomendado. Guardé nuevamente el café y me lo llevé a casa.
Nadie más me lo rechazó después de eso. Las próximas veces tuve mucho tacto, aunque también fui más informal. Antes de darles nada, explicaba lo agradecido que estaba por la compañía, por el tiempo otorgado y por todo el valor que hallo en conocer sus vidas que contribuyen tan significativamente en mi trabajo de investigación. Con esto hacía un preámbulo de agradecimiento, de un regalo invaluable que ellos me dan con cada encuentro que tenemos.
En antropología económica, les explico, existe una cosa que llamamos “reciprocidad”. Un mecanismo de hacer circular cosas, dones, regalos, afectos, agradecimientos. Hacemos la entrega de un don, para que quien lo reciba, eventualmente, devuelva ese don, que eventualmente volverá a ti. Con el compromiso de tu hacerlo circular nuevamente.
Que me abrieran los brazos de sus hogares, era una entrega de confianza total. Mi paquete de café era un bien material que cumplía con la pretensión de corresponder, pero sobre todo, de hacer circular los momentos de calidad con la persona: sentarnos en su sala, hablar, confesarnos cosas, llorar, reflexionar.
Es hermoso ver florecer una relación con un completo desconocido, partiendo de la reciprocidad, de un esfuerzo mutuo por abonar el terreno, ya sea haciendo circular café o con historias personales.
***
Conversamos en el patio bajo una mata de mango. Ella se pone de pie y me hace gestos con las manos para que la siga sin necesidad de sentir pena alguna. Entramos al edificio donde viven más de 20 mujeres del ancianato, lugar que hasta ese momento no conocía por dentro. Atravesamos la cocina que, en una esquina tiene la puerta que da hacia una habitación grande. Las ventanas están cerradas, por lo que no entra mucha luz ni deja ventilar los aromas. Había aproximadamente siete camas que hacían dos hileras a lo largo de la habitación.
En una cama clínica vieja, hay una señora muy mayor postrada. Se arropa con una cobija gruesa, protegiéndose de un frío que yo no siento, porque estaba sudando. La señora ve hacia al techo sin mucho interés. Me confunde su mirada perdida, pienso que duerme con los ojos abiertos. Su cuerpo es pequeño y un poco encorvado, aun estando acostada boca arriba. Su delgadez hace que la piel luzca flojita, como si los huesos la sostuvieran por pura gravedad y fricción. Luce unas clinejas, que trenzan su cabellera blanca y un poco amarillenta en las puntas. Maribel se las hizo en la mañana, “porque así se veía más linda, como una niña”.
Ella no se percata de nuestra presencia. Al llegar al borde de la cama, Maribel le habla para saludarla y nos presenta con ánimos. La señora salta instintivamente de alegría. Se desarropa levemente el torso y los brazos, para que entonces así pueda darle un abrazo que ella me pide, independientemente de cuál es mi nombre, el motivo por qué estoy allí o de dónde vengo. Eso es información que aparentemente está de más. Así que me inclino, la abrazo y nos damos un beso en la mejilla. Jamás desdibuja la alegría con la que me mira.
Su cara no tiene músculos, son puros huesos. Da la impresión de que su rostro se encuentra incompleto o que ha perdido varios centímetros de largo, especialmente por la falta de dentadura. Sólo conserva dos dientes que se dejen ver. Los dos incisivos que al estar torcidos dibujaban una V y le sobresalen cuando cierra la boca. Son puntiagudos y el filo le lastima la barbilla que tiene rota, roja e inflamada.
Maribel le explica que vengo de visita desde España, aunque soy nacido y criado en Venezuela. Sin dejar de sonreír, intenta hablarme, pero se interrumpe continuamente en un acto reflejo que no parece controlar cuando quiere hablar. Abre la quijada y saca su lengua hasta el fondo, como una suerte de tic que repite varias veces, hasta que finalmente me pregunta: ¿Por qué viniste desde tan lejos? Respondo que he viajado para conocerla.
Sonríe aún, un poco más, y me da las gracias.
Nuestro encuentro no es capaz mantenerse por mucho tiempo. No podemos dialogar demasiado, aunque sí nos sonreímos sin que el silencio resulte incómodo.
Es próxima la hora del almuerzo y Maribel advierte que debe hacerse cargo, así que se despiden con mucho cariño. Esta vez soy yo quien le pide un beso y un abrazo de despedida. Por lo que vuelve a retirar la cobija de sus delgados brazos, yo me inclino, abrazo su frágil cuerpo y me da beso en la mejilla. La miro y le hago saber que ha sido un placer estar allí para conocerla.
Salimos de la habitación y volvemos bajo la mata de mango. Me siento pensativo… El encuentro me dejó encapotado. Maribel está familiarizada con la muerte, pero yo no. Ella piensa en el tema todo el rato. En sus pensamientos planifica y se anticipa a él. Entierra a muchos seres queridos de su trabajo cada tanto. Por lo que a mí me toma de sorpresa la naturalidad con la que me presenta el desenlace de una historia, una biografía, una vida.
Para Maribel, mi visita está incompleta, o mis preguntas no pueden obtener del todo respuesta, sin que yo conozca a una de sus “abuelas” más queridas, cuyo final de la vida se asoma y la asecha. Por eso me muestra parte de su trabajo, de su templanza, de lo duro que es cuidar, de lo duro que es hacerse cargo de un ancianato y las vidas que ahí encuentran hogar. Lo que al mismo tiempo me abre la ventana para que pase la luz e ilumine la importancia de cuidar y ser cuidado.
***
De mi trabajo de campo, surgen aquellas notas que voy recolectando sobre lo que veo, huelo, oigo, leo, siento, lo que me llama la atención. Grabo conversaciones, capturo fotografías. Pero también plasmo en el lenguaje escrito, aquellas tonalidades que no pueden ser registradas de otra manera, al menos no con ese nivel de minuciosidad humana.
De lo vivido, experimentado, se encuentra la dimensión de lo objetivo, lo descriptible. Una interpretación etnográfica de realidades observables, retratadas en la rectitud del lenguaje académico. Pero también se percibe desde una dimensión profunda, de aquello que es inexplicable, místico, de los ensueños, de las coincidencias que nos desarman. La interpretación de lo subjetivo, hallado en la vida de los otros, y en lo autoetnográfico, reclama imperativamente una reflexión libre, desde la creatividad de lo literario, impregnado de juicios, opiniones, y una franqueza sin tamizar.
No siempre he visto tan clara esta doble práctica como una necesidad en el ejercicio del trabajo de campo. Asumo que los temas influyen, el tiempo influye, la perspectiva con la que uno lo sume es determinante.
Volver al país teniendo a este como referente empírico de mi trabajo, es un escenario nunca antes enfrentado. Volver a un país el cual no habitaba por seis años, es un asunto sin resolver. Trabajar con personas mayores en un contexto de vulnerabilidad tiene un fuerte impacto, lo aumenta conocer a sus familiares afuera e interesarme sobre las estrategias de cuidados, hecho que ablanda aún más el corazón.
He sido incapaz de redactar unas notas de campo que solo describan nombres, horarios, lugares, actividades y unas apreciaciones parciales. Todo lo plasmado vino con agua salada, preocupación, risas y un gran nivel de implicación. Todas las notas que he redactado, y que espero seguir redactando, vienen de la imposibilidad de quedarme con estos pensamientos en mis adentros y de hacer surgir esta experiencia bajo otro lenguaje que no sea el plasmado.
Estas notas vienen de un egoísmo destilado, necesario.
De algo que debo sacar para no quedarme con ese peso, esta inconformidad.
Del ejercicio de entenderme.
Hacer del trasnocho vigilia.
Del hacerme bien presente y consciente, proceso que solo ha podido ser posible a partir del caminar para luego escribir.
De sumergirme en este mar, abrir los ojos bajo el agua salada y nadar.
Activar la capacidad de ser sensible ante lo cotidiano.
De catalizar la mirada, entrever lo simbólico.
De atender a las señales, ser empático.
De tejer el entramado del espacio desde una postura relacional.
Ver a la gente a los ojos, ser abierto, construir un vínculo.
De conocer y dejarme conocer. Escuchar y ser escuchado. Preguntar y responder.
Dejarme incomodar y reaccionar.
Cambiar de actitud, parar la oreja.
De participar en lo que observo. Observar en lo que participo.
Ser consciente de la inercia como músculo poderoso que da estructura a las rutinas.
Corresponder el cariño, ser responsable del espacio que estoy construyendo con las manos, con mi presencia y con el corazón.
De reflexionarme en el reflejo de los otros.
Socializar y poner en valor el dolor compartido.
De mirarme desde afuera.
Y especialmente, salir a flote para respirar y no ahogarme.
Leave A Comment