Notas de Campo #5: «Adorar este tiempo presente»

Poeta Francisco Arévalo es el nombre de la calle donde queda el apartamento donde dejé finalmente aquellas maletas que salieron junto conmigo de Maiquetía. El barrio que lo rodea es un enclave comercial de lo que se considera las afueras del centro histórico de la ciudad de Córdoba.

A solo una cuadra del edificio, está la muralla que antiguamente cercaba el centro histórico de aquella Córdoba gobernada por moros. Ese portal, da entrada a un casco urbano de calles tan estrechas que solo son transitadas por peatones y motorizados. Esa estrechez se aprovechaba para conservar el fresco en tiempos de calor, de veranos insoportables. El suelo es empedrado, un gran reto de equilibrio para quienes llevan tacones.

El trazado de las calles no admite transeúntes despistados o desorientados. Eso es un verdadero laberinto. Calles ciegas. Calles que no tienen transversales. Calles que retornan al punto de partida. Calles que te alejan de tu destino. Y la mayoría de las casas son similares entre sí. Fachadas blancas para reflejar el intenso sol con grandes ventanas cubiertas por rejas negras que en primavera decoran con flores de colores.

No muy lejos de donde viví, queda una iglesia fernandina cuyo nombre es San Lorenzo. Se ubica en la encrucijada entre tres calles, coincidencia que la convierte en protagonista del barrio. La iglesia fue construida en el siglo XIII justo donde se ubicaba una antigua mezquita: Caracas no es la única pretensión de hacer valer “borrón y cuenta nueva” con su historia.

Desde afuera, la iglesia no tiene ambiciones de grandezas. Pero desde adentro la sientes una catedral. Adoro esas sorpresas, esa humildad. Su apariencia es de una simpleza estricta, es de color arena y en la fachada se deja ver un rosetón de muchos detalles, que por dentro la hace única.

A mi este espacio de la ciudad me sorprende cada vez que lo camino. Me encanta por varios motivos. El primero es porque según la historia local, frente a la iglesia se gestó una de las primeras revueltas obreras de la ciudad y siento que ese detalle significativo le da una personalidad con la que siento una profunda atracción. Otro motivo, es porque justo en esa iglesia, según la historia familiar, contrajeron matrimonio mis abuelos maternos. Nadie lo ha podido demostrar, pero tampoco negar. De manera que yo lo asumo como un hecho. Me encanta estar allí y pensar en ese momento. Pensar en ellos. En sus historias.

Pero además, es una iglesia con una tradición particular. Son tres deseos los que puedes pedirle a la Virgen de los Remedios en aquella iglesia de estilo gótico-mudéjar. Esta oportunidad tiene lugar, siempre y cuando algún martes coincida con el día 13 de cualquier mes del año.

Gracias a esta arbitraria premisa sentí un profundo optimismo en pedirle cosas al azar. Y tengo muy presentes los que yo postulé aquel martes 13 de marzo de 2018, momento en que el día y la fecha se sincronizaron en el calendario para que yo pudiera caminar aferrado a esos propósitos con los que anhelaba transformar mi suerte. Pero, a decir verdad, me obsesiona tener que quedarme con la duda de no saber qué deseos habrán pedido mis abuelos antes de conocer el trópico.

Mi abuelo fue un artesano, un orfebre de la escayola. Todo un arte, una técnica y un conocimiento envolvía su oficio. La ejerció al llegar a Venezuela, formó parte de esa migración europea que llegó al país bajo esas políticas migratorias de puertas abiertas bajo la dictadura militar. El proyecto era que hiciera unas piezas decorativas para la Biblioteca Nacional. Sin embargo, Pérez Jiménez cayó al poco tiempo de él llegar y se quedó sin trabajo.

Desde que tengo uso de razón, él se había mudado con mi abuela a Puerto Píritu para vivir allí su retiro. Íbamos a visitarlos con frecuencia los fines de semanas y algunas fechas importantes como navidades o fin de año. Siempre nos recibía con un abrazo y nos ofrecía una comida de bienvenida elegida por mi hermana y por mí, que siempre fue la misma: “huevitos fritos con papitas fritas”.

De mi abuelo aprendí poco. Recuerdo de su personalidad que era carismático, con una sonrisa sin complejos que dejaba mostrar la ausencia de algunos dientes. No le entendía nunca lo que decía, porque hablaba muy rápido y conservaba aún su acento andaluz. Solía tener un ligero olor a sudor. Y recuerdo que vestía siempre igual: una camisa o camiseta blanca que metía por dentro del short que se subía por encima del ombligo y usaba cholas con medias puestas. Le gustaba pescar y beber. Que tuvo mala suerte en los negocios. Y que fue un buen hombre de familia.

Mucho más aprendí de él cuando me mudo a la ciudad que lo vio nacer. Estando en Córdoba, he conocido un poco más de su historia de vida gracias a la memoria de aquellos que permanecieron en ese espacio arrasado por la posguerra. Ahí pude hacer un collage de lo que distintas personas me han contado. Ciertos rumores de los motivos que lo llevaron a irse a “hacer las Américas” y las circunstancias en las que finalmente se fue.

Alguien me contó que mi abuelo provenía de una familia que en Córdoba era conocida por su talento artístico: “Los Mora”. Su tío, un reconocido artesano, era un profesor de renombre en la Escuela de Artes y Oficios, quien le enseñó todo lo que debía saber. Con el tiempo, según los rumores, el talento de mi abuelo fue creciendo y su trabajo se hizo muy conocido. Tanto que generó tensiones y por respeto a su tío, él decidió no interceder en su carrera y abrirse camino en otro sitio.

Otros familiares han agregado a este relato, que la migración de mi abuelo tuvo lugar a raíz de un conflicto económico con su tío. Quien lo había defraudado en la relación laboral que tenían. A eso se le suma que, su padre había muerto y su madre enfermaba mucho. Su hermano mayor, era una figura ausente y la responsabilidad de la familia empezaba a quedar bajo sus hombros. Por eso poner un océano de por medio, resultaba una solución efectiva frente esa tarea indeseada.

Un tito muy querido, un día me mostró su trabajo en la iglesia de Villafranca. También en una iglesia de un barrio cordobés de clase trabajadora llamado Campo de la Verdad. Y toda persona a quién me presentaba en el camino, lo hacía con mucho orgullo diciendo con hincapié: “aquí te presento a un nieto de Morita”.

Yo estaba maravillado descubriendo este mundo desconocido y oculto. Un mundo del que nadie me habló cuando era pequeño, al menos no con esa propiedad y detalle. Mi abuelo murió sin contar demasiados detalles de su vida previa a Venezuela. Y con el tiempo me enteré de que jamás respondió si quiera una de las cartas que sus familiares le enviaban.

Distinto ocurrió con mi abuela. No omitió ni un solo detalle de su vida previa a la migración. Su vocabulario jamás cambió. Su acento perduró en el tiempo. Recordaba cada festividad de su pueblo. Compartía anécdotas de la guerra con todos. Nos educó con sus refranes típicos. Explicaba cómo se hacían las cosas en su casa según hacía frío, según hacía calor o según la temporada de naranjas o de aceitunas.

Cuando fui a Córdoba, no había mucho por descubrir de su vida. Había sido un libro abierto. Volver a su lugar de origen sí me dio la oportunidad de ubicarme en qué lugar del pueblo cayó esa bomba que mató al padre de mi abuela. Ponerle rostros a nombres que habían sido mencionados millones de veces, pero a quienes siempre confundía por no tener referencias familiares de ellos. Y cuando caminaba por la ciudad y leía los nombres de las calles junto con mi mamá, ella revivía con intensidad los recuerdos de esa memoria espacial de la que se encargó que sus hijas heredaran.

Contradictoriamente, así como conocí un poco más a mi abuelo en Córdoba, ese señor que ignoró hablar de su pasado, en mi vuelta a Caracas he conocido con más detalles, la intimidad de una abuela cuya historia migratoria le había hecho ignorar con insistencia su pertenencia tramada en este terruño donde murió.

Mi abuela era una persona calmada, de gestos sutiles. En su rostro no solían dibujarse sonrisas, pero jamás fue una persona rígida ni indolente con sus nietos. Ella solía compartir abiertamente sus experiencias de la guerra, y yo disfrutaba escuchar esos relatos de vida con la misma curiosidad con la que atendía a un cuento infantil, a pesar del drama que suponía.

De mis actividades preferidas para hacer con ella, una vez entré a la universidad, era debatir. Es la única persona con la que he podido hablar sobre temas delicados con el respeto solemne que nace cuando nadie levanta la voz para hacerse con la verdad. El placer más grande era saber que me escuchaba, e inclusive, un par de veces logré oírla decir que tenía puntos muy válidos en ciertas cosas que le dije. Aunque, finalmente, la discusión siempre terminaba bajo el supuesto que ella gozaba de tener la razón. No porque pensara que realmente la tuviera, sino porque cuenta la leyenda familiar, la abuela siempre ha sido dueña de la razón.

Una práctica cotidiana del “más sabe diablo por viejo que por diablo”. Un ejercicio constante del respeto hacia la sabiduría que gana quien ha vivido mucho más que uno. Un estatus social concedido por la familia frente a la entereza moral que siempre le hemos reconocido. A la abuela la hemos beatificado como una santa venerada todos los días por nuestra familia.

Cualquier cosa, anécdota o recuerdo que contradiga este imaginario, me pone alerta, me hace dudar, me desnuda en la incredulidad. Descubrir que no siempre la abuela fue esta persona, cuanto menos, causa confusión. Entender ciertos detalles de su vida y su personalidad me hacen humanizarla y junto con ello, desvelar ciertos detalles de la dimensión de su exilio.

Me duele la mandíbula de pensar que tuvo que migrar por seguir obedientemente los pasos de su esposo y enmudecer crónicamente su voluntad gigantesca de volver a las orillas del Guadalquivir para estar con su familia. Y quizás retomar el tejido con sus vecinas en una tarde de ocio. De cuidar de su madre y hermana mayor. De ver crecer a sus sobrinos. De cotillear por las calles empedradas del pueblo.

En lugar de eso, fue una señora amamantada en franquismo que inexplicablemente terminó en el caribe. Donde cada día veía el contraste de sus pulsiones y de su entorno. Donde el escenario que habitaba no correspondía con su rectitud. Donde el anhelo por querer hacer cambio de guardarropa no correspondió con la atemporalidad del clima.

Yo supe, porque nunca pudo disimularlo, que siempre prefirió las praderas de olivos que se pierden en el horizonte, antes que un valle encerrado por 2.765 metros de montaña. Pero nunca había vislumbrado que en su maternidad fuera severa con alguno de sus hijos, que haya sido mesurada con su afecto, y que mantuviera un hogar equilibrado, aunque con ciertas señales de aflicción debido a su historia, donde su descendencia percibía su rechazo por el país que ellos disfrutan y aman.

“Mi mamá no sonreía. Si me escuchaba cuchichear con mis hermanas o si soltaba una carcajada, tu abuela me lo recriminaba”.

“Parecía irritarle la alegría. No sabíamos por qué. Lo normalizamos. De hecho, recuerdo que en unas navidades, cuando sonaban fuegos artificiales y todo el mundo estaba celebrando, ella en voz alta dijo: ¿Y cuándo se va a terminar esto?”.

Un estupor me hace cuestionar lo que sea que haya justificado estos gestos. Siempre hemos afirmado que la abuela fue una persona que vivió bajo el peso de su nostalgia. Que nadó a contracorriente por mucho tiempo. Que su cuerpo se montó en aquel barco que la llevó hasta La Guaira, aunque sus deseos hayan permanecido en Villafranca. Mi abuela siempre ha sido un ejemplo de fortaleza para la familia. Pero me duele admitir a mis adentros, que la fortaleza deja de serlo cuando no tienes otro remedio. Resistir no es lo mismo que acallar y subsistir.

No sonreír, no dejarse llevar por el estupor colectivo, era lo que tenía a la mano, fueron sus herramientas para dejar constancia del desierto que habitó. Y la comprendo, incluso empatizo con ella. En muchas ocasiones de mi migración, me he sentido más un espectador, que un intérprete.

No pienso relatar las historias de mis abuelos. Tampoco me pasa por la mente cuestionar sus actitudes ni sus decisiones, las cuales han dado lugar a mi existencia. Finalmente fueron sujetos de su época, con una agencia y con una educación aprendida. Lo que sí pretendo es reflexionar sobre lo que sus vidas han significado y representan en la mía en este momento.

He recibido varios comentarios sobre la idea que por ser nieto de migrantes españoles, la experiencia de la migración no es tan lejana para mí, y que, a diferencia de aquellos que no la tienen, no me resulta tan dolorosa.

Pero no puedo estar más en desacuerdo con esa premisa. Quienes descendemos de “extranjeros” estamos marcados por la impronta de sus viajes, sus duelos y por lo que dejaron atrás. Sabemos lo que es crecer en la austeridad del parentesco que duele. Honramos el mito que nace con la idea de un día poder crecer arraigados a un espacio y tenernos allí cerquita, incondicionalmente.

Mi madre ha admitido encontrar un profundo goce al caminar por la ribera del Guadalquivir, porque cada vez que por allí pasa, ve a su padre pescar en sus aguas. Sin embargo, en esos mismos paseos no ve a su madre, porque está convencida que en Caracas permanece cuidando a quienes allí están.

Es grande el poder simbólico que tiene esta imagen, destacando la contradicción que fuimos, que somos y que seremos.

Yo sólo espero -independientemente de cuáles hayan sido sus tres deseos en la iglesia San Lorenzo- que los itinerarios afectivos de mis abuelos me ayuden a tener presente la imperiosa necesidad de encontrar un equilibrio. Un sentido de justicia en lo involuntario. Un entendimiento de lo místico en lo voluntario. Que sus biografías me desvelen su humanidad y, por lo tanto, también la mía.  Que sus existencias sean constancia de lo que busco en mi día a día y de lo que evado temerosamente. Pero más importante, que sus goces y sufrimientos del pasado me ayuden a valorar y adorar este tiempo presente.