
Debo estar lejos
porque no oigo los pájaros
me ha extraviado la tarde en su vacío,
he recorrido esta ciudad de voces extranjeras
sólo para advertir cuánto dependo
de sus cantos
Eugenio Montejo
Poseo en mis adentros un trauma que flota a la conciencia en forma de despedida.
No soy bueno con ellas ni en ellas. No saca lo mejor de mí. Me dejan agotado, en la penumbra y en la intemperie.
Sabía desde el inicio de este viaje, que llegaría el momento de decir adiós a cosas, a lugares, experiencias y a personas que amo. Que añoro. Que me hacen falta. Que deseo. Que necesito. Por eso me desarman, me dejan en grave estado de flaqueza.
Estos momentos me hacen pensar en la injusticia. La pesadumbre me recuerda de su naturaleza involuntaria.
No soy capaz de decir lo que siento, ni siento en el momento lo que posteriormente me agobia. En ese instante de mirar a alguien a los ojos y no saber cuándo lo volverás a ver, no sé muy bien qué decir ni qué expresar. Son segundos en que me cuesta decidir si mantener la entereza o dejarme llevar.
Despedirme de alguien que me importa, sin garantías ni respuestas, me conduce irremediablemente hacia un desierto. El resultado de todo esto, es un poco de resignación, pero también aprendo, a pesar del adiós. Para bien o para mal, hay una suerte de obligatoriedad de retoñar a través de la partida que no da reparación al alma, pero aporta una cierta reciedumbre. No hay muchas opciones. Y asumo que no soy el único que se siente así. Para nuestra desgracia, esta es una práctica que ha resultado ser un ritual conocido, familiar. Hemos aprendido a convivir con esa marcada presencia de la ausencia. Continua. Inesperada. Dolorosa.
El Carlos Cruz Diez que recubre Maiquetía se ha convertido irónicamente en un símbolo pop y en un estigma. Está en franelas, en tazas y en llaveros, que, contradictoriamente son vendidos como recuerdos del país. Un souvenir para regalar, que replica el telón de fondo para tantas lágrimas que allí han caído y que continúan cayendo. Un escenario colorido que da cabida a tantos duelos que allí se materializan. Me resulta hasta perversa esa capacidad de banalizar nuestros pesares, nuestras herropeas. Un símbolo del país, de nuestro cinismo.
Justo sobre esas teselas me despido de mi primo a quien adoro, quien me acompañó en este proceso escuchando mis cuentos y compartiendo los suyos. Con quien tomaba un par de cervezas antes de dormir para así tener momentos de calidad que reafirman el cariño que sentimos mutuamente y la falta que nos hace tenernos un poco más cerca.
Me despido de su esposa, quien me cuidó. Con quien conversé cada detalle y pensamiento que se me cruzó por la mente en las mañanas. De quien escuché un sinfín de anécdotas, recuerdos y añoranzas de una abuela que extraña y de una madre que mantiene viva todos los días de su existencia.
Me despido de mis primos pequeños. El mayor, que es un observador nato y el menor que me dio su cariño sin escatimar. A quienes no podré ver crecer con la intensidad con que me gustaría.
Me despido de mi madrina, que me envió un mensaje de texto todas las mañanas para monitorearme y sobre todo cuidarme. A quien conocí mucho más en profundidad y de quién aprendí sin filtros sobre mis abuelos.
Me despido de mi tía, a quien durante mucho tiempo sentí lejana, pero a quien la suerte en este viaje me la ha hecho sentir más próxima que nunca y sin tapujos. A quien le debo un asado negro cocinado con mucho amor y a quien le agradezco desde lo más profundo, su honestidad con la que decide afrontar su vida y su franqueza con la que abiertamente expresa su cariño.
Me despido de la familia de Jacki, con quienes me reencontré después de mucho tiempo. De quienes agradezco su compañía, su cariño, su atención. A quienes le hizo ilusión y dio alegría mi presencia, como a mí las suyas. Me da goce saber que les quiero.
Me despido de mis amistades. Esas personas con quien hablar no es un compromiso social, sino un vínculo trazado sin esfuerzo y al mismo tiempo sólido. Con quienes recreé memorias, hablé hasta quedarme ronco y con quienes entendí otras visiones del país donde la vida continua, se regenera.
Me despido de aquellas personas que colaboraron conmigo día a día en el trabajo de campo, por el que nació esta visita. Quienes me dejaron entrar en sus rutinas y vomitaron sus pensamientos más íntimos. Con quienes construí una relación, una confianza. Me entregaron su tiempo a través del cual han dejado significativas remembranzas en mí.
Me despido de personas que sintieron goce por verme, abrazarme, hablarme, atenderme. No porque yo sea especial, sino porque vieron en mi rostro y sintieron en mi presencia, la sensación de tener un poco más cerca a quienes se les han ido. Una suerte de espectro y de proximidad a otros cuerpos. Un representante de sus propias diásporas. Así que los últimos abrazos fueron fuertes, tensos, de cuyo gesto nace un compromiso por extenderlos a quienes corresponden.
Me despido de mis afectos. De quienes asumen sus batallas internas, de quienes emprenden el renovado reto de hallarse en el país que somos. Del país que nos hemos convertido, en nuestras relaciones, en nuestras aspiraciones y frustraciones.
Fueron tres meses de rutina, de hacerme un espacio propio, de vivir enmarcado en una lógica, de empaparme de mi existencia en esta materialidad. Me despido, por ende, de los ruidos propios de mi casa y de mi cuarto. Del reverdecer de la ciudad, de las bandadas de guacamayas y pericos que adornan el ruido del tráfico de fondo.
Abrazo la persona que fui gracias a este retorno momentáneo. De las sensibilidades que gané. De las emociones que sentí. De lo agradecido que conscientemente fui y por lo que me siento muy orgulloso.
Me despido –nuevamente- de la casa en donde crecí, de sus tesoros recogidos en un cuarto con la pintura desconchada y sin luz, donde se almacenan los recuerdos de nuestra historia familiar apiladas en fotos, recuerdos, objetos y detalles que vamos reubicando poco a poco más cerca de nosotros.
Ahora que estoy aquí bajo este techo y ahora que hago nuevamente mis maletas, pienso en el poco esfuerzo que hice de empatizar con lo que tuvo que vivir mi papá cuando migró de último. Cuando no quedaba más nadie adentro de casa y se hacía evidente el destierro, él se encargó de vender o regalar todo lo que pudo de aquellas cosas que habíamos decidido dejar y olvidar. También tuvo que llevar a nuestra mascota Chapi, a dormir. Su cuerpo no daba para más y después de 17 años de vida, supongo que decidió que no quería cruzar ninguna frontera.
Yo no fui capaz de asomarme en las gavetas para excavar en nuestros pasados, y él asumió todo ese trabajo, que ahora entiendo fue más emocional que físico. Puedo entrever el momento en que arrastró todos los muebles de la casa para juntarlos en una esquina de nuestra sala, posándolos uno al lado de otros y algunos encima de otros y a partir de ese momento, convertirse en escombros. Puedo verlo desdoblando las sábanas y extenderlas encima de los muebles para cubrir sus superficies y protegerlas del polvo, de esa burusa que se posa en la eternidad que nace de la incertidumbre de no saber cuándo acabará el abandono.
De mis despedidas del pasado, me he quedado con la sensación de que no sé hacia dónde voy ni por qué, sobre todo cuando soy yo quien emprende la partida, el viaje. Me han dejado siempre con la sensación de notarme cansado y sin aliento.
Cuando era pequeño, el viaje de ida era una aventura porque siempre había una garantía de que al regresar tendría la seguridad de que mi casa seguiría allí. Mi lugar de descanso, con mi cama amoldada a mi cuerpo y una almohada sincronizada a mis sueños. Pero de adulto, por más que vaya de un lugar a otro, nada garantiza el efecto del regreso hacia la certidumbre.
Y sí, odio las despedidas, pero por primera vez en mucho tiempo abanico mis manos con la sensación de que, de ésta, me voy mejor parado. Al menos ahora tengo a donde ir con más claridad. Tengo una cama que siento mía. En Tarragona espera mi pareja, un hogar, mi trabajo, amigos, una vida por vivir y un doctorado que terminar.
Me gustaría pensar que también me despido de la nostalgia que me cohíbe y me acordona. Venir hasta Caracas, ha sido una experiencia que me ha recordado lo necesario que es este terruño para mí, de lo natural que se siente cuando la piso porque durante mucho tiempo he rehuido a ese concepto, ese anhelo.
Es verdad que me fui en avión y no caminando por el páramo. Pude pagar un pasaje de avión, pensando e ideando mi partida desde meses atrás junto con mi pareja. Planificamos todo. Imprimimos los formularios para casarnos, empadronarnos y tramitar nuestros estatus legales en España con nuestro esfuerzo y dinero devaluado. Tuvimos a donde llegar y conseguimos trabajos al poco tiempo. Pero la realidad nos explotó en la cara. Planificamos papeles, nada más. Fuimos precavidos frente a la burocracia y nos preparamos psicológicamente para saber que sería duro llegar a un desierto árido y vacío de sentido, cuyo rumbo tendríamos que tejer con nuestras manos. Por eso las tardes de soledad fueron escenario del momento agobiante de distinguir lo dejado atrás.
No nos culpo. La vida en Caracas y en Venezuela no nos permitió entrever la cartografía que se escondía en el paisaje. La carrera la hicimos en una cordillera. Subimos montañas con la promesa de ser las más altas y cuya realización se desmontaba cuando estabas en ella y divisabas la otra. El cansancio dificultaba ver con claridad tanto el presente como el futuro. Y emprender un viaje así, creo que me ha hecho pensar que la vida es así.
No pasamos hambre, porque tenía a mi familia. Bajamos de peso, porque dilatábamos lo que había en la despensa. Una actividad para compartir entre mi mamá y yo era buscar desde la creatividad que nacía desde nuestras tripas, cómo substituir la harina PAN y hacer arepas con yuca. Comer en lugar de carne, la concha del plátano. Hacer la torta de cumpleaños sin harina de trigo, sino con auyama. Y lo disfrutábamos, porque buscábamos nuestras maneras de hacerlo apetitoso, digno, divertido, pero sobre todo en compañía, mientras escuchábamos cómo el programa de radio de César Miguel Rondón terminaba siempre con una canción de los Beatles. Lo recuerdo con cariño, pero en retrospectiva –y quizás con un poco de condescendencia- pienso en lo adorable que resulta esta imagen si esos actos hubiesen tenido lugar con intención y no con penuria.
Provengo de un cúmulo de seres humanos que dejamos el país, con muchas carencias, pero no por no tener más opciones. Jacki y yo habíamos tomado la decisión desde hacía tiempo, mientras cerrábamos ciclos importantes para los dos y veíamos cómo la gente que amábamos se iba. Pero a medida que se nos apretaba cada vez más, la decisión se afianzaba, ganaba sentido. Hasta que todo dejó de tener sentido y llegó la desesperación. La urgencia existencial luego se convirtió en una aversión que me hizo volar con un collarín que no me dejó mirar atrás.
Por eso volver con una calma, que es ajena a lo que asocio con mi experiencia previa, me señala con una linterna, algunos momentos vividos. Yo me fui esperando nunca más volver a este lugar donde había poca oportunidad de decidir. Pero volví por voluntad propia, con la excusa de un trabajo de campo que, a momentos, parece ser un fantasma que no he elegido yo y que finalmente he disfrutado y he sufrido. La conciliación que supone este regreso, con seguridad, es positiva de cara a mi vida en España. Pero no estoy tan seguro si el viaje ayuda a aliviar la incomodidad que omnipresentemente tengo con mi país.
Homeland es una palabra hermosísima. Se traduce patria. Literalmente nos habla de una tierra donde hemos construido nuestro hogar. Pero es complicado trasladar esa interpretación hacia nuestros referentes. Se me hace difícil sentir empatía con este significante tan efímero, tan vaporoso, tan poco perceptible para nuestras fronteras fugases y desbordadas.
Visitar mi casa, me señaló que la patria está en los afectos, en los libros que leo, en los textos que escribo, en los chats de WhatsApp que dan continuidad a nuestras querencias. Porque ni admirando el paisaje, se me ha ocurrido sentirme de nuevo en mi hogar palpando este vacío. Admitir esto, reconocerlo y posarlo sobre la mesa, es un aprendizaje que me llevo. No me voy ni me despido. Mi presencia adquiere otra corporalidad. Como el café y las historias, circulo.
Llegar a esta verdad, es un alivio que desconsuela. Una realidad que trastoca. Una tristeza que me da sosiego. De alguna u otra manera, luego de este viaje he decidido dejar de caminar mirando hacia el suelo y con las manos en la espalda.
Me alegra saber y confirmar que este lugar está aquí a pesar de la profundidad del cambio, que se mantiene de pie, aunque yo cada día, inevitablemente, me aleje un poquito más. Da calma saber que puedo volver, aunque sea para una visita que me permita reconectar, tomar oxígeno. Suena evidente, pero no lo es. Espero tenerlo presente cuando esté confundido. Espero no dejar pasar tanto el tiempo como el que transcurrió, para recordar que existo en este mundo y en esta identidad.
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