Diario de Campo #2: “Retazos de Metro”.

Me monto en la estación de Bellas Artes sobre las 13:35 y me encuentro con que un anciano con su uniforme de miliciano desgastado y sucio, cuya talla supera al del cuerpo que le da uso. Está custodiando los únicos dos torniquetes de toda la estación que están habilitados para que pase la gente. Su propósito es asegurarse de que las personas de la tercera edad pasen gratis. Y los que no, paguen tu ticket.

Hago mi larga cola frente a la caseta para pagar mi pasaje. Allí pregunto por cómo está funcionando este beta. La chica que está delante de mí me explica: Necesitas una tarjeta recargable, sólo con eso puedes pagar tu pasaje. El problema es que no están vendiendo tarjetas porque no hay. No hay plástico. Sólo están aceptando pagos con punto de venta, así que necesitas tener dinero en tu tarjeta de débito. No aceptan bolívares en efectivo.

Frente a los torniquetes se acumula la gente, bajo una atmósfera de quiénes aceptan un sin sentido. Se quedan viendo al miliciano. Suspiran la arrechera y el cansancio.

Pocos usuarios pasan con su tarjeta, pero el resto está allí atascado, a la espera. Se dibuja un embudo.

Una señora con indignación acumulada le reclama al miliciano que la deje pasar, él se niega.

Unos liceístas saltan el torniquete, el miliciano se hace el loco.

Una parejita pasa su tarjeta recargable y pasan cuerpo con cuerpo en la misma vuelta de tuerca del torniquete.

Hay quienes simplemente están allí, viendo cuando pueden aprovechar la suerte de encontrarse con la luz verde y que por error del sistema quede a disposición un viaje gratis. O directamente aguardando el descuido de quien arbitrariamente custodia la entrada.

Otros sostienen en sus manos sus billetes de bolívares devaluados para negociar su posibilidad de dar uso al transporte público: “pásame la tarjeta y te doy el efectivo, mano”.

Inclusive, en una ocasión, vi a una joven emprender en el Metro. Su negocio consistía en cobrar a sobreprecio el viaje para quienes sólo tenían efectivo y ella les pasaba su tarjeta para que entraran.

** *

El metro me ha enseñado que el Bolívar (la moneda) aún sirve para algo.

“A bolívar el Bianchi”, “A bolívar el Chao”.

Caramelos vendidos al detal que nos reconcilian con esas mixturas de fibras textiles al que le llamamos bolívar, aunque en realidad tiene catorce ceros arrancados por la fuerza.

No es nada práctico decir: “A cien billones de bolívares el Bianchi”, “A cien billones de bolívares el Chao”.

100.000.000.000.000Bs

¿Cómo se lee esto? ¿Vale mucho? ¿Vale poco? ¿Vale algo?

Total, que la gente dentro del metro lo compra. Yo que crecí bajo la orden de no comprar nada en la calle y que he cumplido a cabalidad toda mi vida, no dejé de probar estos caramelos.

No es poco al decir que, en un solo viaje de metro, he visto y sobre todo he escuchado, a decenas de vendedores de los caramelos. Sus gritos se solapan cuando se cruzan en el vagón. Algunos se saludan entre sí y se preguntan por sus familias. Otros gritan más alto para competir en servicio. Pero también me ha quedado claro que, dentro de la competencia, hay una organización, una lógica, porque en ocasiones he visto discusiones donde defienden territorialmente sus rutas.

***

Es la hora pico, el vagón de metro está full. Los asientos azules de los extremos están siendo usados por personas mayores. Una de ella, saca del bolsillo chiquito de su mochila un caramelo.

Frente a ella, hay una abuela sentada con el nieto en sus piernas. Cuando abre el paquete de Bianchi, le hace señas al niño y le extiende el caramelo.

El niño no sabe qué hacer o qué decirle. Su abuela hace un gesto con la cabeza para indicar un rotundo no, a la señora que se lo ofrece. El gesto de ambas se extiende por varios segundos, insisten viéndose a los ojos sin hablar. Hasta que la abuela le dice que él no come dulces, azúcares, que no le gusta.

No le creí, así que exploré la actitud del niño. Y era cierto, no frunció seño, no hubo quejido, no hubo rostro frustrado.

La señora se come el Bianchi y dice “es que me da cosita comer dulce frente al niño sin compartir”.

***

Muchas estaciones lucen en buen estado, pero la mitad de sus espacios, la mitad de sus entradas y salidas: están cerradas.

Hay estaciones que tienen una sola escalera que comunica el pasillo de los andenes hacia el espacio de los torniquetes. Las demás, están clausuradas.

Pensaría que el 80% de las escaleras mecánicas de todas las estaciones de metro, no funcionan. Por eso se premia la creatividad con la que las clausuran. Cintas amarillas de no pasen. Conos naranjas. Bloques de cemento. Barreras que dicen “En mantenimiento”. Desmontan las escaleras para que quede un hueco que evidencie su desuso.

Subimos las escaleras de los torniquetes hasta la calle, al ritmo de la persona más lenta, más cargada de peso, más cansada o más anciana. Algunos refunfuñan. Pero la mayoría respeta y tiene paciencia.

***

Entro al metro de Bellas Artes, confiado, triunfante, luego de un día productivo de diligencias cumplidas. Veo el tumulto de gente frente a los torniquetes que no tienen como entrar y hacer uso del servicio, a pesar de tener el dinero. Hago maravillas para esquivar como un motorizado a la gente acumulada.

Paso la tarjeta recargable sobre el lector y mi cuerpo avanza confiado, aunque el torniquete se mantiene intacto, no se movió. La inercia de mi confianza hace que me de un coñazo en la cadera. No me quedan viajes. Miro hacia arriba y digo en tono alto “el coño de la madre”.

La señora que justo estaba atrás mío, se cagó de la risa. Un ademán más parecido a la empatía que a la burda.

Camino derrotado hacia la taquilla para pagar unos 20 viajes más -que es lo mismo a 40 bolívares, que es lo mismo a 1,6$-, en caso de disponerlos en la cuenta. La cola es larga y avanzaba lentamente.

¿Número de cédula?

¿Tipo de cuenta?

¿Clave?

Son tres preguntas que determinan la transacción de la recarga. Son 3 las variables a conjugar para que haya algún error y la cola se alargue. Puede que el punto de venta pierda señal o justamente ese día no funcione bien. Puede que no se tenga el dinero suficiente en la cuenta. Puede que el usuario se confunda de tarjeta. Puede que la persona que cobra esté obstinada.

Justo en el momento que me pongo de último, todas las colas se difuminan y me percato que se debe a que el miliciano abre una puerta de acceso hacia dentro del metro y la gente corre para entrar gratis.

Tenía que aprovechar mi momento.

En ese preciso instante, la señora que se había reído de mi desgracia, me grita: “¡Gordo, vente!”. Había usado su tarjeta y su cuerpo estaba a medio pasar y me señala el espacio entre su cuerpo y el torniquete, para que así entendiera que me invitaba a pasar cuerpo con cuerpo, juntos, hacia adentro.

Veo a la gente pasar rápido por la puerta abierta. Veo a la señora que me llamó gordo. Debo tomar una decisión.

Pasé por la puerta corriendito. Pero una vez adentro le digo a la señora: “coño, de todas maneras, un millón”. Y me responde: “no te preocupes, a mí me toco hacer esa cola en la mañana y que ladilla”.

Agradecí infinitamente la intención. Su gesto me enseñó a ser más solidario con quienes cazan güiro a pie de torniquete.

***

Voy entrando por la estación de La California, y cuando iba al torniquete para pasar mi tarjeta la señora miliciana me dice en voz alta: “Gordo, pasa por aquí”. Y me abre la puerta.

La veo a los ojos, le sonrío y le doy los buenos días. Paso adelante y pienso: capaz le caí bien.

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