Notas de campo #2: «Todo viaje es un rito de paso»

Considero que lo más duro de migrar, es hacer de cuenta que involuntariamente, ya no vuelves a ser el mismo.

Los demás también dejan de serlo. Se convierten en otros.

El proceso es progresivo, ocurre sin mayores señales de que esa metamorfosis tiene lugar. Cuesta darse cuenta, pero pasa.

Cuando Jacki y yo nos fuimos, millones de venezolanos ya habían migrado. Entre ellos, conocidos, vecinos, amigos y familiares. Ellos tenían sus retos, nosotros los nuestros. Y luego de nosotros irnos, a quienes dejamos atrás, también los dejamos con sus desafíos.

Venezuela, desde la presencialidad o desde la transterritorialidad, nos afecta a todos. Nos atraviesa. De distintas formas y maneras.

Pero cada uno en sus luchas, en sus rutinas, enfrentando sus contingencias, cambia. Permuta, Camufla. Transforma.

No todos tenemos la sensibilidad para notar los cambios en los demás, porque estamos sumidos en nuestras propias vidas y de quienes más próximos tenemos en esos escuetos entornos afectivos que antes eran rebosantes y escandalosos.

Pero tarde o temprano nos damos cuenta del cambio en nosotros y en los otros.

Al caminar, dejo caer lágrimas por Caracas. Veo rostros que ahora tienen otro telón de fondo. Ocupo espacios que han dejado de ser míos o de seres queridos. Veo el deterioro ocasionado por la huida. Y todo eso me hace sentir desubicado. Viviendo el duelo de personas que han muerto, porque ahora son otras.

Abro una gaveta en la oficina de mi papá y veo todas las tarjetas de contactos que siguen ahí. Visito el consultorio odontológico de mi madre y sigue oliendo a sus herramientas esterilizadas. Camino por plaza cubierta donde Jacki y yo esperábamos que llegara la noche.

Me siento vacío revisitando sólo estos lugares. Me entra el frío de sentir que ya no están en este mundo. Siento esa tristeza intrínseca de quien llora a sus muertos. Y es así, lloro a quienes ya no son los mismos, porque tampoco lo soy. Yo también he muerto.

Este duelo puede inmovilizar, o me puede hacer aprender de él. Pero no es sencillo encontrar enseñanzas cuando la nostalgia golpea así por la espalda.

Recién llegado a Caracas visito a una colaboradora de mi tesis, quien atraviesa un luto profundo por la pérdida de su esposo. Yo no sé qué decirle. Le angustia un viaje que hará para reencontrarse con su hijo después de varios años. Su primer viaje sola.

Hablamos de que ya no es la misma y debe encontrarse. Empatizo, pero no me veo identificado. Le digo: “todo viaje es un rito de paso”.

Tuvo que pasar un mes para sentirme reflejado. Salvando las inmensas distancias.

Mi estancia en Caracas es también un viaje. Mi propio rito de paso. Mi trabajo de campo. Transitando entre las dudas y las respuestas. Transitando entre muchas cosas que he ignorado y las que ahora veo con más claridad.

Caracas fue donde crecí, pero siempre estuve arropado. Aquí me formé, pero no trascendí. Vuelvo a este territorio como un adulto. Vuelvo -también con alegría- como alguien a quien mi familia y seres queridos, reconoce que ha cambiado. Se me respeta por el lugar en el mundo que me he logrado forjar.

Ya no soy el niño al que asisten. Soy yo ahora el sujeto que debe apoyar.

Estar presente.

Llamar.

Hacer las preguntas.

Ser responsable de los vínculos y su sostenibilidad.

De cuidar.

De conocer sus vidas como individuos y no por el lugar que ocupan en nuestro parentesco.

Quererlos.

De mostrarles quién soy y mi criterio.

De preocuparme.

Tener iniciativa de mostrarles mi afecto.

Hacerles saber que pueden aprender de mí gracias a lo que yo aprendí de ellos.

Llevarles un café o medio kilo de queso.

Conversar sobre aquella historia familiar que nos afectó, que nos afecta, que nos interpela.

 

En este rito, me doy cuenta de que no hemos muerto, hemos cambiado. Nos han cambiado. En este paso, me doy cuenta de que ya no somos los mismos porque pensamos distinto. Vestimos distinto. Hablamos distinto. Nos preocupan cosas distintas. Amamos distinto. Y yo tuve que venir a Venezuela para darme cuenta de esto.