Diario de Campo #0: “Un delirio instintivo, pero necesario”

Me levanté y el país estaba helado.
No había cabida en él para nosotros.
Pero seguíamos cada uno a su aire
unidos a la tierra, esa fiebre.
Un viaje, no la desmemoria, destruyó
el margen de las cruentas patrias
heredadas.

Rafael Cadenas

Me despierto con un aire en el pecho para levantarme de la cama como si fuera el primer día de un nuevo trabajo. Ansioso, desorientado, pero con una entereza que me renueva y me moviliza hacia retos futuros. Falta un mes exacto para mi viaje a Venezuela y se me mueve el piso por volver a casa.

¿Cuál casa? pienso a mis adentros.

Me preocupa cómo me siento y lo que pueda llegar a sentir cuando vuelva a pisar esa tierra donde excavé mi fuga.

Irónicamente me aflijo por un viaje voluntariamente asumido. Nadie me ha exigido nada. Pero es el sitio al que el pensamiento de todo un cuerpo tiene presente y por eso es un referente de todo lo que hago. Vuelvo a Caracas con la ambición de hacer un trabajo de campo. Esa aventura, ese mito, que dicen hacer los antropólogos y que yo, en lugar de ir a buscar la otredad en un destino ajeno, me hago volver a Venezuela para desempeñar este ejercicio teniendo a su geografía como referente.

Me angustia especialmente la preparación que debo hacer para que la vida fluya durante tres meses allá y no acá. Aunque no comprendo del todo la diferencia, si es que he trazado alguna. Es una planificación logística, sobre todo, psicológica. Temores anticipatorios propias de mi personalidad. El retorno, aunque sea de visita, me enfrenta con el desasosiego y las expectativas de lo que pueda encontrar en la ciudad, o aún más intimidante, lo que pueda descubrir sobre mí.

Viajar a Venezuela, no es como ir de visita a otro lugar. En esta maleta no proyecto la lamentable lista de un turista con ingenua ansias de conocer planes para el ocio, conocer sus novedades o placeres, ni contar con buenos tips para saber dónde comer sabroso y local. Se trata de más bien de una organización que me permita conocer las estrategias de cómo tener acceso a elementos básicos para vivir: ser económicamente independiente, garantizarme ciertos servicios básicos, saber cómo movilizarme.

Me siento en la obligación de que nada me caiga de sorpresa, pero es poco probable que lo logre. Debo tener presente diligencias que me sitúen en la figura de un ciudadano que hace vida allá, para tener tres meses en tranquilidad. Para hacer estas diligencias, necesito conocer cómo funciona la vida cotidiana y eso nadie me lo puede explicar, porque las palabras no bastan, no tienen la capacidad. Por este motivo sólo yo puedo plantarle cara a esa realidad. Desde cómo funciona la economía, qué trámites burocráticos tengo que realizar, hasta reconocer qué es peligroso y qué no.

La angustia premonitoria, no sólo me sitúa materialmente a la pregunta cómo podré resolver mi vida durante mi visita. También me deja en evidencia frente lo ajeno que se me ha convertido las aventuras de lo que supone vivir en Venezuela.

Por mi curiosidad, mi investigación y mi trabajo, me doy la tarea de leer todos los días sobre Venezuela y con ello nace una pretensión de saber qué ocurre. Así dibujo ciegamente el trazado de un retrato hablado sobre lo que otros perciben. Leo Twitter, reviso varios newsletters del acontecer cotidiano, me informo con detalles compartidos por los pocos familiares que me quedan y percibo una resaca de los rumores que se gestan por WhatsApp.

Cuando le pregunto a amistades en España, cómo están sus familias allá, me golpeo con una proximidad de unas vidas que me ubica en un profundo desconocimiento del país y me desdibuja esa pretensión de comprender cómo transcurren los días y sus dificultades, a pesar del esfuerzo.

Tengo que renovar mi cédula, mi RIF. Tengo que actualizar mi tarjeta de débito. La cuenta bancaria la tengo bloqueada, no puedo recuperarla porque los bancos no me dejan entrar desde fuera de Venezuela y parece que el “pago móvil” es necesario. Quiero cambiar dólares desde aquí para llevarlos, pero no sé cómo cambiarlos a sencillo estando allá. Creo que ya saber todo esto es un gran logro detectivesco. Pero en este universo cambiante, no sé con qué se paga un pasaje de metro, de camionetica o un perro caliente. Tampoco tengo ni la menor idea de saber qué es una práctica segura y qué es una hazaña de lo riesgoso y peligroso ¿cómo puedo calibrar esos matices en la distancia?

Se me exige además por mis conocidos, tener la sutileza de compartir mis impresiones del viaje. Esta diáspora hecha amistad en España me pide que por favor les eche una mano en actualizar sus imaginarios, sus fábulas, sus mitos y sus leyendas de lo que permanece en sus recuerdos frente a una realidad más actual: de los pesares que ya no padecen y los placeres de los que no gozan. Y quienes participan como colaboradores de mi trabajo, me piden lo mismo de sus familias. Ellos que me han explicado un poco mejor la cotidianidad de un país que nos resulta ajeno, me piden un retorno de este favor, explicándoles yo la materialidad de la vida de sus padres y madres.

Quieren que les ayude a ver lo que hay allá. Que les interprete lo que sus familias callan. Que les traduzca cómo se vive el sufrimiento y la felicidad que ellos no señalan. Que describa esos nuevos pliegues en la piel de sus rostros y de esas manos que no han podido tocar por años. Que los abrace por ellos.

Si en el pasado había vivido toda mi vida en un mismo sitio. Teniendo una misma rutina. Conociendo los extremos y los matices. Ahora siento que volveré a un lugar desconocido, aprendiendo como un bebé en brazos, códigos y normas desaprendidas o que simplemente son nuevas para mí.

Desde la semana pasada mi cuerpo se ha ido sensibilizando con mi pasado. Estando aún en Tarragona, me he visto alerta cuando cae la noche. He girado la vista repetidas veces mientras camino por la Rambla Nova. He planificado mi andar por las calles más solitarias y en la penumbra. He preparado con anticipación las llaves antes de llegar a mi portal. Me he quitado los audífonos para estar alerta a los sonidos de mi alrededor. Mi cuerpo se ha adaptado a Caracas incluso antes de llegar y me parece un delirio instintivo, pero necesario.

Aun así, es probable que de igual lo que haga en la comodidad de la antesala y del prejuicio. Es poco probable tener una conjetura de lo que vaya a ocurrir o deje de hacer en destino. Me acondiciono desde la premonición de cómo serán estos tres meses y es como asomarme ante el abismo.

Este aturdimiento me intimida y me emociona. Tengo seis años fuera de esas fronteras que te obligan a agitarte.

A resolver al ritmo de los chasquidos que alguien más hace con los dedos porque está apurado.

A cruzar de acera cuando escuchas el sonido que emite el motor de una moto y te pone la piel de gallina.

A responder inteligentemente un chalequeo porque si no te agarran de sopita.

A caminar de prisa en aceras llenas de buhoneros.

A decidir rápido qué empanada quieres porque si no se acaban.

A rápidamente cambiarte de canal sin poner luz de cruce antes de que te lo impidan.

Me intimida la falta de carácter que se pierde cuando la comodidad te aleja de esta forma de vivir la vida, que a veces extraño y a veces repudio. Me intimida también, pensar a mi lugar de origen desde esta impresión. Desde este juicio de valor. Desde este desdén. Desde este imaginario propio, un poco lejano y cristalizado de un pasado que muy seguramente ya no es así.

Porque finalmente me intimida, tener la garantía de encontrarme un lugar ajeno al que dejé hace seis años, para adaptarme y llegar a un universo que habrá cambiado para cuando deba irme.

Supongo que esa es la única seguridad con la que cuento. Me veré inmerso en la paradoja del cambio de un sitio que románticamente he pensado como mi origen, donde crecí y me formé, pero que ya no será lo mismo. Empezando porque mi familia nuclear ya no vive allí. Continuando porque me he hecho a otro sitio ¿o no? Y finalizando porque el cambio no sólo será perceptible en el país y sus lugares, sino en mí.

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