
Fue bajar del avión y que Venezuela me cacheteara con la humedad del litoral y una docena de trabajadores de la aduana asechando a la salida de la jirafa. Recordé que en Venezuela puede haber diez personas haciendo el trabajo que eficientemente podría hacer sólo uno.
Me sellaron el pasaporte venezolano sin siquiera mirarme a la cara. Me sellaron esos 280$ que me costó ese librito azul. Afortunadamente mi maleta no tardó demasiado en salir, aunque la música llanera de fondo me hacía compañía.
Pasé la aduana y salí a la baranda de llegadas. Me esperaba mi primo. Animado y carismático como siempre. A nuestro alrededor había más familias re-conociéndose, pero, sobre todo, dejando fluir sus sentimientos. Que alivio da el abrazo de un reencuentro.
Es raro volver luego de 6 años. La desconexión es un acto de defensa y de resistencia para no dejar aflorar la nostalgia. Pero esa ilusión de protección a lo que amas y te duele, tarde o temprano te revuelca. Es inevitable. El hogar llama de vuelta y el cuerpo transita el retorno aun cuando la mente no lo contempla. Es un proceso visceral, no lógico.
En este trance, de creérmelo y no creérmelo, salgo del aeropuerto, con la impresión de que estuve ahí ayer. Todo está igual. Todo está idéntico. Las calles tienen los mismos huecos de siempre, la misma materialidad del abandono.
Venezuela te estampa contra la cara paisajes –sonoros, olfativos y visuales- imposibles de ignorar, ya sea por familiaridad o por novedad. Subimos en carro por la carretera hacia Caracas. El humo salía del tubo de escape de las busetas adelante nuestro y nos envolvía, nosotros lo respirábamos, mientras se me desbloqueaba sentidos adormecidos. Madres, padres e hijos caminaban por la orilla de la carretera para ir a sus casas a metros de los carros hechos verga. En el horizonte se dejaban ver varios hilos de humo verticales producto de la combustión de basura y maleza quemándose.
El itinerario del avión hasta mi casa fue premonitorio, sentí el transitar de un deja vu. Salir del túnel de Catia fue ver una imagen mil veces vista, familiar y cercana. Mi primo me hablaba, yo lo escuchaba, y respondía con monosílabos, embelesado. Viendo hacia mi alrededor sin ton ni son. Birras, bloques y dominó fue lo que vi en San Agustín del sur. Continuamos hasta el mural de Zapata, intacto, acumulando hollín. Me dejé hipnotizar por los motorizados zigzageando la muerte. Una estatua alta de un cacique Guaicaipuro me descolocó. Y al llegar a Bello Monte, instintivamente me voltee a ver la silueta del Ávila, que, por la hora, se dejaba ver más oscura que la tímida noche a sus espaldas, aquí me estuvo esperando, y yo en lontananza la estuve esperando a ella.
Cada metro recorrido en autopista, fue navegar por espacios íntimos de la memoria, mientras cada vez que me sentía más cerca de casa, más se hacía tangible la ausencia de los afectos.
El hogar que me vio crecer y que ahora acompaña la niñez de mis primitos pequeños, está envejecida, pero entera -una imagen que me atrevería a mantener para explicar mi percepción de la ciudad-. Entré a casa como quien regresa de viaje. Aseguro que podría caminar por sus pasillos con los ojos cerrados sintiendo seguridad y confianza. La memoria espacial nunca la había sentido tan palpable. Ser y estar, en estos metros cuadrados desde donde escribo, es un acto reflejo en su totalidad: mi brazo encuentra con exactitud los suiches de la luz; abro de una y sin preguntar, el gabinete correcto donde están los vasos de la cocina; consigo entibiar el agua sin conflictos antes de ducharme.
Aunque también noté diferencias en la proxemia social de la casa. Mi perra chapi no me olfateó al llegar. Mi mamá ya no estaba dando vueltas por la cocina buscando algo para picar y mi papá no estaba en su oficina pasando el rato frente a la computadora. El cambio se sobrelleva, pero la ausencia (in)voluntaria siempre duele.
Una vida familiar convirtiendo de cada recoveco una historia llena de cultura material, hacen de los rincones que no están a simple vista, espacios marcados por nuestras huellas dactilares: una gaveta llena de hilos, revistas de crochet y agujas. Un estante con souvenirs, polvo y recuerdos de primera comunión. Un baúl con botellas de wiski sin abrir desde hace décadas y álbumes de fotos. Estanterías llenas de enciclopedias coleccionables y folletos de exposiciones de orquídeas. Un cuenco con recetarios y el collar de un canino. Un armario con facturas y un periódico El Nacional del año 2002. Un escritorio con bajos relieves, hechos con la presión de un lápiz mongol.
Sitios intactos y transformados al mismo tiempo. Como si la casa no estuviera en Caracas sino en Chernóbil. Vestigios de unas vidas, que ahora son otras. Como la mía. Como la de todos.
Pero los que sí estaban esperándome, aquí, los que se quedaron entre la voluntad y la casualidad, se alegraron de verme. Recibí abrazos fuertes de dos tías, dos tíos, de mi primo, sus hijos y su esposa, más un cachorro de bóxer hermoso. Esta parte de la familia que quedó 5 – 6 horas menos atrás, pero que entre ellos comparten una gran solidaridad y cohesión.
Su cariño fue una avalancha de efusividad. Ellos y yo estábamos bailando en felicidad por estar juntos ahí, en ese momento y aquí, en este lugar. Celebramos -a pesar de no estar convencidos del porqué de mi visita- por este instante de reencuentro en nuestro lugar de origen, eventualidad poco común en nuestro país y en nuestra familia.
En esas horas dedicadas a mi recibimiento, drenaron todo el conocimiento que ellos filtraron -o no- que consideraron que yo debía saber. “Prepárate”, “mentalízate”, “esto ya no es así, es asao”, “mosca con el pato, con la mosca con la guacharaca”. Todas estas notas mentales las escuché atentamente. Yo sé que varias de las cosas comentadas, tienen su punto de exageración, sus intenciones personales con finalidades de protección procurando mi bienestar. Pero también me hicieron saber que, la tarea de transitar estos tres meses en armonía, con seguridad, pero con goce y disfrute, es mía. Tarea que sólo es posible a través de la experiencia propia que, comúnmente viene mediada a los coñazos, pero con aprendizajes.
Pero no mentiré: fueron más los consejos que olvidé, que los que mi mente pudo retener. Fueron muchos. Fueron todos importantes. Fueron útiles. Y casi todos demandaban un ejercicio de búsqueda del sin sentido.
Ante este paisaje, la advertencia más esclarecedora fue: no le encuentres el por qué, tienes que saber que es así. Punto.
Billetes de dos conos monetarios distintos circulando al mismo tiempo. Es así, punto.
Rascacielos hacinados en Las Mercedes repletos de productos importados. Es así, punto.
Pagas en dólares y los comercios no tienen ni dólares ni bolívares en efectivo para darte vuelto. Es así, punto.
Para pagar viajes en el Metro de Caracas sólo aceptan pagos con tarjeta. Es así, punto.
Para renovar la cédula hay que hacer 5 horas de cola. Es así, punto.
Compré medio kilo de queso amarillo y costó lo mismo de lo que la Seguridad Social le paga a un pensionado. Es así, punto.
Estaré 3 meses en Venezuela. Espero que este tiempo sea un espacio justo para “desmitificar lo real y rescatar otros posibles”, en función de reconocer y desnaturalizar lo que es así, y no debería de ser así… punto.