
“Caracas está idéntica pero más deteriorada”.
Esta es la mediocre respuesta que doy cuando alguien me pregunta cómo veo a la ciudad luego de seis años sin venir.
En parte defiendo la idea. En parte es una apreciación incompleta.
La pregunta me la hacen muchísimo y tengo preparada la frase. Que ni a observación se acerca. Es una escueta manera de decir que no quiero entrar en detalles. Que la veo más o menos bien. Que no la comprendo del todo. Que no la siento mía.
Jackeline y yo, construimos nuestra relación en y gracias a Caracas. La disfrutamos, la caminamos y la fotografiamos. Ella estudió artes y yo antropología, nuestro vínculo intelectual, entre otras cosas, fue la ciudad.
A ella la conocí en mi escuela. Salía de ver clases en primer semestre con ganas de jamás volver a casa para entregarme a la vida y los vicios que acompañan a la UCV. Su mejor amiga, compañera de semestre mío nos presentó. Recuerdo que vestía sus converse negros desgastados de corte bajo, un bluejean tubito y una camiseta azul con escote. Llevaba la pollina de lado con una cola de caballo para recoger su negra y basta cabellera.
Naturalmente fue la ciudad universitaria la que fungió de escenario vital una vez admitimos nuestros vínculos románticos. Nos encantaba caminar sin rumbo detrás del clínico, conocer todos los nichos del aula magna, ver llegar la noche desde los balcones del segundo piso de la biblioteca central.
Los fines de semana, salíamos a la calle con nuestras cámaras fotográficas de esas que eran compactas y sin pretensiones. Caminamos sin descanso por El Paraíso, Los Rosales, Las Acacias, Los Chorros, La Pastora, San Agustín del Norte, entre muchos otros lugares. Fotografiábamos todo. Ella prefería los paisajes y yo a las fachadas deterioradas de la ciudad.
Una vez, nos empeñamos en hacer una exposición fotográfica, en un bar de Chacao que aún existe: “El rincón del abuelo”. Incluso pagamos para hacerla, así de grande fue nuestro empeño. Pero valió la pena. Valió la pena nuestras discusiones por qué foto elegir o qué tan grande debía ser el Ávila hecho con tickets de metro que hicimos como fondo y que terminó siendo nuestra pieza más admirada.
Nadie nos pidió que hiciéramos esa exposición, pero igual la hicimos nuestro proyecto más grande e importante. Significó un orgullo en nuestra historia. En nuestra relación. En la fiesta de inauguración vinieron amistades y familiares. Fue una inauguración con la casa llena, nos complacieron con su presencia. Nos casamos por papeles, pero esa exposición la hicimos por amor.
Teníamos sueños por cumplir en Caracas. En nuestra lista habitaban proyectos como conocer todos sus museos. Conocer los túneles del metro. Subirnos al metrocable. Ir a todos los conciertos de la Diego Ibarra. Caminar desde Petare hasta Propatria. Muchos los tachamos, otros quedaron sin cumplir.
De nuestras conversaciones en Tarragona hemos deliberado que lo que más extrañamos de Caracas, es salir a la calle y sin planearlo sorprendernos con la casualidad de encontrarnos algún un rostro conocido.
Nunca fuimos amigueros, ni personajes sociales. Pero jugábamos en nuestras salidas a ver quién se topaba con más personas sin planificarlo. No ganábamos nada y ganábamos mucho.
Por el hecho de que esto era posible, sentíamos a Caracas una cueva. Pero ahora Caracas me quedó grande. Calles y edificios ingentes. Distancias agotadoras. Una atmósfera impropia.
Para mí Caracas había dejado de existir el 20 de junio de 2017. Así de tajante intenté ser. Si no la habito, no existe. Si no existe no la pienso. Si no la pienso no la recuerdo. Al hacer mis maletas me llevé lo más preciado, especialmente mis libros. Pero aquellos cuya temática central era la ciudad, los destiné a una caja. No tenía sentido re-leerlos en España ¿Para qué? ¿Por qué extrañar lo que no existe?
Volver a ver la ciudad después de la amnesia es sorprendente. Ver los libros empolvados en la caja, es desconcertante. Me confunde pensar en todas las vidas que trascurren cuando uno no está. Por eso me sorprendió ser testigo de su normalidad. Esa normalidad es precisamente lo que no reconozco. Presenciar eso de que la vida sigue, cuando yo no me había imaginado seguir la mía en otro sitio, es lo que convierte a la ciudad en ajena.
Yo entendí que debía ser antropólogo, cuando mi profesora Teresa Ontiveros hablaba de Caracas en clase. Jamás había tomado en serio la carrera hasta que imaginé que podía querer a la ciudad y hacer algo por ella pensándola desde la antropología urbana. Descubrí su potencial y la reconocí trabajando junto a Tulio Hernández. Gracias a él conocí a mucha gente que la amaba tanto como yo y que la conocía muchísimo mejor que yo.
Dediqué la última mitad de mi carrera haciendo mis ensayos y trabajos universitarios sobre ella. Hice mi trabajo final de grado sobre ella. Si había una cátedra permanente de imágenes urbanas, yo iba. Si Cheo Carvajal organizaba una salida, yo iba. Si se organizaba una discusión sobre la ciudad, yo iba.
Por eso la vida en Caracas para mí se hizo insostenible cuando dejé de disfrutarla.
Recuerdo que no mucho antes de pensar irme, me robaron tres veces en menos de tres meses. En esas oportunidades me despojaron de muchas cosas y los objetos robados fueron lo de menos. Por supuesto que no sólo me han robado tres veces, han sido más. Pero este archipiélago de infortunios, fueron determinantes.
La primera fue fuera de un supermercado en Boleíta. Estaba con varios amigos, eran las dos de la tarde y queríamos visitar a una pareja que vivía en Los Cortijos. Buscamos chucherías y refrescos, pagamos y nos dirigimos al carro. En ese instante nos intersectaron dos motos con dos malandros en cada una. Formaron un círculo alrededor de nosotros y con toda la teatralidad de la violencia caraqueña a la que ninguno era ajeno, nos mostraron sus bichas para así arrebatarnos de nuestros celulares. Recuerdo que igual fuimos a nuestra reunión y reflexionamos incansablemente sobre lo ocurrido.
La segunda vez, fue distinta. Jacki y yo fuimos a la UCV para encontrarnos con dos amigos que la “achantaban” detrás del comedor. Era agosto y el campus estaba temporalmente abandonado. Nuestro amigo fumaba su cigarro recién enrolado y el resto hacíamos cuentas del dinero recolectado para ver qué productos nos alcanzaba a comprar para poder preparar las pizzas que habíamos planificado.
Mientras hablamos, vemos a un motorizado estacionar y bajarse. Estaba sólo. Vestía chemise azul, blue jean y un bolso pequeño que llevaba de lado en su cadera izquierda. Su paciencia al caminar nos proporcionó tanta calma como inquietud. Se dirigió directo hacia nosotros. Nada lo perturbaba ni representaba alguna barrera para llevar a cabo su cometido, es por ello que no mostró ninguna actitud agresiva e intimidante mientras caminaba. Los cuatro callados, lo miramos fijamente desde que de su vehículo bajó, hasta estar a pocos metros de donde estábamos. Jackeline en un incómodo gesto le pregunta ¿qué más? y de inmediato se ve en su rostro una sonrisa, que acompañó con el gesto de sacar lentamente de su boxer la pistola con la que luego nos apuntó a los cuatro. Nos dijo: «no se les ocurra hacer bulla o moverse, porque les meto un pepazo». Naturalmente obedecimos y frente de nosotros carga el arma que probablemente ya ha sido usada anteriormente. Nos pide los celulares y que, por favor, los metamos en su bolso. Pidió nuestro efectivo, lo entregamos y sin prisa, caminó de vuelta a la moto. Al encenderla, calentó el motor, aceleró con el croche puesto y siguió con su camino.
Ese día no hicimos ninguna pizza. Cada uno se fue a su casa sintiendo esa sensación de vértigo por lo que pasó y por lo que pudo haber pasado.
Ese día entendí que yo vivía con miedo. Un miedo justificado. La parsimonia con la que ese joven nos robó, me hizo entender que esa situación no la pudimos haber evitado, como no pude evitar el robo que viví antes, como tampoco pude evitar el siguiente y ninguno de los que he experimentado. Pudimos no haber ido a la central. Pudimos habernos ido al automercado como teníamos pensado. Pudimos habernos parado cuando vimos caminar desde lejos a ese motorizado. Pude incluso, haberme despertado definitivamente esa mañana la primera vez que fui al baño o cuando el mosquito me pico en la planta del pie, pero desafortunadamente no pudimos evitar ser una víctima más, ni esa ni las demás ocasiones.
Un par de semanas después salí a comprar pan cerca de mi casa y lo mismo. Me robaron una tercera vez, lo hicieron enseñándome la fragilidad de la vida que se refleja en el artefacto que te la quita.
Así la ciudad se alejó de mí. La experiencia me enseñó que quizás debía dejar de insistir. Disfrutarla tenía un “pero”. Y el “pero” era la ansiedad y el miedo omnipresente. Dejé de salir con frecuencia. Evitaba el transporte público. Si había una charla, no iba. Si había un conversatorio, no asistía. Dejamos de tomar fotos de la ciudad y poco a poco nuestro proyecto cesó. Fuimos desposeídos de nuestro “derecho a la ciudad” y en el proceso entendí que no estaba siendo feliz.
Por esta razón y muchas más, Jacki y yo decidimos plantearnos la vida en otro paisaje. Pero alejarme de Caracas, era alejarme de mí. Esta decisión ha implicado replantearme quién soy y qué me interesa. Aún transito este proceso.
Las discusiones que separan al que se fue frente al que se quedó, son estériles. No las apoyo. Me parecen banales. Reducen en experiencias personales algo que es infinitamente complejo.
Quien se quedó, reclama con frecuencia el cinismo con el que ven a Venezuela, aquellos que se fueron. La postal de un lugar insalvable. Oscuro. Sin futuro. Yo odiaría darles la razón a estas personas. Repugna pensar que la tienen. Me avergüenza sentirme profundamente aludido. Porque en ocasiones pienso mi lugar de origen como un conuco de cuya quema no hay frutos, sino mi aflicción.
Me fui asqueado y derrotado un 20 de junio de 2017. Me fui en medio de un brote de protestas en las que participé con mucha prudencia. Fuimos al aeropuerto esquivando el hambre y la muerte. En Maiquetía nos despedimos con abrazos tensos sobre teselas que dibujaban en colores el cinetismo que presenciaba la impotencia de nuestras historias sin cumplir. Mi mamá nos pidió a nosotros y a la familia de Jacki que no llorásemos. Su argumento defendía la premisa de que era mejor no levantar sospechas ante los militares de nuestra huida. Por eso debíamos evitar a toda costa las pestañas empapadas, las narices rojas y las miradas perdidas.
Naturalmente, pensé que jamás volvería, era demasiado grande el trauma. Pero cuando mis padres optaron también por marcharse, mi imaginario de Caracas se convirtió en una niebla. Cristalicé el recuerdo de su paisaje, y nada dinamizaba la justificación de una visita.
Es curioso. Nos fuimos con una planificación logística de cómo continuar la vida desde el lugar del destino. Pero poco visualizamos el despojo que nacería al dejar nuestro lugar de enunciación. En periodos largos de tiempo ignoré este problema, pero estar aquí recupera esa ausencia. Cuestiona ese vacío. Resucité a Caracas y todo lo que ella me ha significado, en esta visita.
Mi tío hace poco me escribió para recordarme una frase que en “peces de ciudad”, Joaquin Sabina canta:
Que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.
Una pulsión. Un arquetipo. Un inconsciente, hizo aflorar otras formas de llamada. Una marea de arrastre en que la superficie no denota movimiento.
Estando aquí, me doy cuenta de que más que una ruina, Caracas es un laberinto.
Estoy perdido en ella. No me deja salir. La disfruto. Me frustra.
Pensar en Caracas es contradecirme una vez tras otra. Pensar en Caracas es verme constantemente en la encrucijada entre lo que viví y lo que soy. Entre la melancolía y la realidad. Entre lo que amo y lo que tengo para amar.
Adoro las raíces de los árboles que revientan las aceras.
Adoro conocerme de memoria los nombres de las calles. Dominar el saber de las rutas de las camioneticas.
Adoro los “buenos días” por la mañana y las “gracias” al despedirme.
Adoro los cantos de los pájaros durante el día.
Adoro los murales de cerámicas de colores del Metro.
Adoro las matas de mango bien cargadas.
Adoro la salsa que suenan en las camioneticas.
Adoro mi cuerpo agotado que sube al Ávila.
Adoro el pan canilla recién hecho.
Adoro la acumulación de iglesias en el centro.
Adoro las lagartijas que viven en mi cocina y en mi baño.
Adoro las fundas de los asientos de las camioneticas.
Adoro viajar en el Metro sin audífonos.
Adoro el café con leche en un vaso de plástico transparente. Que queme las yemas de los dedos.
Adoro saber los atajos de la ciudad. Sus caminos verdes.
Adoro buscar libros en las Fuerzas Armadas.
Adoro el sonido de la naturaleza en la noche.
Adoro los murales de José Gregorio Hernández. Los bonitos y los feos.
Adoro que me miren a los ojos y me sonrían.
Adoro sentirme parte de un mismo leguaje. Misma entonación.
Adoro subir la mirada y saber dónde está mi norte.
Todo lo que adoro, es así porque hay una voluntad que lo soporta, que lo sostiene, que da lugar al privilegio de permitírmelo. Este es un viaje que disfruto profundamente. Es un viaje donde reconozco lo hermoso en lo cotidiano porque mi estadía es voluntaria. Porque mi agencia es absoluta. Pero no se me olvida que vengo de visita. Que esto es finito. Pero es que no podría ser de otra manera. Este fervor no es una mirada que comulgue con la condición de lo inagotable.
Voy a la Central, camino La Candelaria y uso el metro y siento el suelo temblar de vitalidad. Pero son mis piernas las inestables en esta tierra. Soy yo quien construye esta conmoción.
La melancolía es un reflujo al que no le encuentro antídoto en este viaje. Y eso me fastidia. No quiero repetirme, no soy una víctima. Tampoco un cuerpo por el que la tristeza pasa por encima a cada segundo. Vivo, disfruto, viajo, trabajo, río y amo. Tengo momentos de felicidad fuera de mi país y he aprendido a disfrutarlos, sentir que los merezco y que debo propiciarlos.
He aprendido que la libertad tiene un peso inmenso. Caminar por la Rambla sin mirar atrás. Abrir el grifo y que salga el agua. Atender una llamada porque sí. Tomarme la cerveza sentado en medio de una plaza. Volver a casa cuando quiero. Vivir con mi pareja. Bañarme en la playa. Dejar mis cosas solas en la arena.
¿Pero a quién engaño?
Siempre miro atrás al caminar. Cuido los caminos por los que voy. Siempre nado viendo hacia la orilla. Caracas es un territorio que vive en mí.
Aplico involuntariamente sus códigos en otras coordenadas, no me los entienden y me retraigo. Renuncio a mostrarme y por eso pocas personas me conocen.
Odio el ritual de los chinazos pero extraño la joda que nace de una confianza repentina e insolicitada.
Creo distancias con la gente por sentirme víctima de mi historia y me molesto por no tener amigos.
Quiero conocer el mundo, pero extraño a mi familia.
Siento esperanza, pero soy pesimista.
Anhelo involucrarme con el sitio a donde me mudé, pero su historia no me interpela.
Tengo años estudiando el catalán pero me incomoda hablarlo.
Vuelvo entonces a preguntarme qué haré con mis libros de aquella caja donde los dejé antes de irme y que me hablan de mi ciudad. Allí están las palabras de Guillermo Meneses. Los cuentos de Salvador Garmendia. Las imágenes Federico Vegas. Las frustraciones de José Ignacio Cabrujas. Los análisis de Marco Negrón. Los poemas de Juan Calzadilla. Los ensayos de Mariano Picón-Salas.
Ahora desempolvados, me encuentro indeciso si vuelvo a poner los en la caja o en la maleta.