
Son las 5:15am, suena el despertador. Desayuno y tomo un guayoyo recién colado. A las 6:00 am entro a la estación de Metro de La California. El tren iba lleno. Era hora pico. El tren iba rápido. Nada que ver con la mierda de servicio que había dejado antes de migrar. A las 6:45am ya salía por la estación de Bellas Artes. A las 7 en punto empecé a subir a mi destino: el SAIME. Era el día que debía renovar mi cédula.
Al llegar a la oficina veo 3 colas diferentes: 1 para tramitar pasaportes, 1 para tramitar cédulas y 1 para tramitar las cédulas por primera vez. Doy los buenos días y pregunto cuál de esas aglomeraciones me corresponde. Nadie responde. Todas las miradas ocupadas me indican que algo está pasando.
Veo que en la acera por la que venía caminando, hay un joven corriendo con algo en la mano. Más atrás veo a un señor con rostro de víctima. Lo habían robado frente a este público sediento de entretenimiento.
Como dice Manuel Delgado: “en la calle, pasan cosas”. Pero una cola en Venezuela, es un lugar antropológico por excelencia. Una dimensión espacio-temporal que en tiempos de gestión chavista ha sido democratizada. Una actividad institucionalizada en tiempos de crisis. Es el baluarte del control social que normalizamos. Un estigma que los más avalentonados piensan que solo deben afrontar los pendejos.
Cuando empiezo a hacer la cola, falta todavía una hora para que abran la oficina. Al llegar ya había más de 30 personas. Detrás mío eso crecía sin detenerse. Nada alejado de lo usual.
Es de conocimiento popular que, para trámites como este, invertirás el día. La gente se prepara para eso. Madruga. Desayuna. Se hidrata. Los que pueden, piden el día en el trabajo. Hay una preparación psicológica. Trabajas la paciencia, la tolerancia. Harás todo lo posible para no arrecharte cuando se te coleen (será inevitable). También hay una preparación física de resistencia. Estarás de pie mucho rato. Asumes una corporalidad de resistencia. Intentarás mantener el carácter para que no te vean la cara de idiota.
La primera hora pasa rápida. Es el momento de la novedad. Todos los rostros son nuevos. Las vidas de tus vecinos son entretenidas. Sus opiniones válidas.
La cola es un ente que desgasta y se retroalimenta. Allí se comparten frustraciones al mismo tiempo en que las construye. Es un alcantarillado, un drenaje. Allí las personas hablan, debaten, gritan, callan, discuten. En esa teatralidad de la burocracia, sus habitantes ejercen sus quejidos. Aunque saben perfectamente que no serán oídos. Sin embargo, igual aprovechan el momento y el espacio. Hacen catarsis, ya sea para decirle al mundo lo que piensan, o para intentar cambiar la opinión de algún vecino. Una suerte de militancia de la cotidianidad frente la calamidad.
En esta experiencia, las tertulias de mis proximidades transitaron desde la “perversión de la homosexualidad”, hasta lo inevitable. Política.
El chavismo vistió de rojo a medio país y dejó la estampa de sus símbolos totalitarios en gorras, camisas, pantalones y hasta zapatos, que allí hacían gala como en cualquier otro espacio del país. Su uso está más alentado por la necesidad que por la preferencia. Es en esa necesidad donde se diluye la carga simbólica. Son cuerpos sometidos a la propaganda política itinerante. Por eso, ninguno fue capaz de defender las administraciones que mandaron a bordar los cientos de logotipos y frases de revolución.
Desde que me recibieron en el aeropuerto, me han insistido diciendo: “en la calle ya no se habla de política”. Pero durante esas 5 horas de cola que hice, se describieron muy bien los dramas y los pesares vividos por muchos que quisieron compartirlas. Nadie dejó de ejercer su derecho a la indignación. Nadie silenció la denuncia que necesitaba hacer.
Lo que sí han cambiado son los discursos desde donde se enuncian. Es cierto que el cinismo ha invadido terrenos. La experiencia ahora condiciona la lectura de los posibles futuros. Por eso en las conversaciones no se buscaron a responsables ni se señalaron a nuevos rostros sobre los que descansa la esperanza de inspirar posibles cambios.
La polarización durante muchos años otorgó cierta comodidad a los interlocutores. Pero ahora el debate político se parece más al acto de elucidar teorías conspirativas: como si la realidad no pudiese ser explicada desde la lógica, la razón, o simplemente desde la experiencia, sino desde un mosaico de recursos ideológicos y espirituales que medianamente otorguen de sentido a los itinerarios particulares. Los discursos estaban plagados de verdades, medias verdades, mentiras, datos falsos y datos sin ningún tipo de base, pero todas defendidas desde el drama vinculante con sus realidades.
Pasan horas hasta este punto, durante la espera proceso todo lo que ocurre y que da pie a las reflexiones que aquí comparto. A medida que avanza la cola, más me aproximo a la reja de entrada de la oficina. Como toda reja, es una frontera. Como toda alcabala, tiene un uniformado vigilando quien entra y quien no. Un coyote que filtra convenientemente el paso hacia la legalidad y la identidad. Nuestros documentos identitarios. Nuestros derechos a existir en una formalidad que cada día autodevalúa su vigencia.
Frente a la proximidad de la reja, se hace cada vez más nítido el movimiento de tanta espera. Un joven le entrega un billete de 5$ y pasa adelante. Una señora mayor entrega un café y la hacen pasar justo antes que a mí. Le pregunto al señor ¿cuándo piensa dejar pasar a los que sí estamos haciendo cola? Me ignora.
Al rato, logro entrar para hacer otra cola, que en esta ocasión, hago sentado. Con cada persona atendida, nos movemos de asiento en asiento, hasta que finalmente me atiende un señor que me dice:
-Buenos días, Ministro.
Respondo amablemente.
-Que apellido tan raro tienes, Ministro. Me dice mientras tecleaba en su computadora.
El continúa:
-¿En qué trabajas?
Le miento diciendo que estoy desempleado. Me toma la foto. Me toma las huellas y se despide, diciéndome:
-Cuando vengas a buscar tu cédula, la buscas en la ventanilla de allí, donde está esa señora fea. Y cuando vengas, me traes dos paquetes de harina PAN.
Me levanto y vuelvo hacia él para preguntarle cuándo estará lista.
-El mismo martes, Ministro. Pero recuerde, tráigame las dos harinas y me las deja aquí. Señala debajo de su escritorio.
Salgo desorientado de la oficina. Estoy feliz de haber terminado la diligencia. Pero me pregunto a mis adentros ¿me lo dijo de verdad?
La primera vez que me lo dijo pensé que era una broma. Pero la segunda oportunidad no mostró atisbo de mofa. Sus palabras fueron consecuentes con la seriedad de su rostro, mientras me miraba a los ojos.
Sólo quien vive en Venezuela, comprende las dimensiones de lo que es estar sujeto a una moneda cuya materialidad y simbolismo representa la nada misma. El dólar alivia, pero el fuego va creciendo. Por eso, el soborno es la única y verdadera divisa con valor en el país.
El fenómeno no es nuevo. Un chocolate para la secretaria. Un sencillo “pal fresco”. Es parte de un lenguaje y un sociolecto cultivado y diseminado históricamente. Sin embargo, me da la sensación de que ahora es una actitud que media nuestros vínculos. Una suerte de reciprocidad de la miseria. Nuestro nuevo contrato social. El trabajo de la gente ya no garantiza nada. El valor está depositado en la sonrisa con la convenientemente que se pide algo.
El soborno está hasta en la sopa. Por desgracia no es metafórico lo que digo.
Varias personas me han dicho que compran sus vegetales en mercados semanales de los campesinos que vienen desde Táchira. Tal y como mi familia hacía en casa antes de dejarla vacía. Algunos, como el de Santa Mónica, han dejado de venir. Otros, como el de Horizonte o La Urbina, han ido aumentando de precio. El camino hasta Caracas está minado por un sinfín de alcabalas. En todas se debe pagar una cuota para tener el derecho de seguir su trayecto. A veces la vacuna se paga con dinero, otras con la mercancía que se lleva para ser vendida. Por eso la hortaliza, la fruta o el queso, llega a su lugar de destino con un recargo.
La sopa nos la comemos a sobreprecio.
Leave A Comment